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viernes, 23 de junio de 2017

La maldita vergüenza (I)


I

Eran las ocho menos diez de la mañana cuando Germán entraba por la puerta giratoria de la sede central de la empresa donde trabajaba, una poderosa compañía de seguros ubicada en la zona financiera de Madrid. Atravesó raudamente el vestíbulo de mármol blanco, tomó el ascensor y subió al piso número diecisiete, que alojaba las oficinas del departamento de recursos humanos, donde realizaba sus funciones como gerente de personal desde hacía dos años. Germán tenía a la sazón veintisiete años: había sacado la carrera de ciencias económicas a los veintidós, en el mínimo número de años posible y con un expediente académico fabuloso, y a los veinticinco había finalizado un máster en recursos humanos. Tres meses después de acabar el máster, había conseguido el puesto de trabajo al que ahora acudía con paso firme, seguro y orgulloso de sí mismo.

Aquella mañana, Germán oyó más rumores que de costumbre en los pasillos. Aunque la sede central de la compañía de seguros registraba una actividad frenética todos los días, la gente parecía estar sufriendo un insólito nerviosismo, como si alguna noticia alarmante la hubiera puesto en guardia, y en todo el ambiente se respiraba una tensión apenas contenida. Intrigado, se paró un momento junto a una máquina expendedora de refrescos y dulces, simulando que la miraba indeciso, como si fuera a pedir algo pero todavía no supiera qué deseaba, para escuchar lo que comentaban varios trabajadores en un corrillo mientras tomaban café. Enseguida les escuchó hablar de un expediente de regulación de empleo que la compañía estaba a punto de iniciar. Según los comentarios, por el momento no se había recibido ningún aviso del consejo de administración que confirmara la noticia, pero la mayoría de los empleados daba por ciertos los rumores y comenzaba a temer por su futuro. Germán se quedó pensativo y serio, mientras seguía su camino hacia las oficinas del departamento de recursos humanos. Llevaba tres meses en la empresa, pero en ese periodo su departamento no había tramitado ningún expediente de regulación de empleo, sino tan sólo algunos despidos disciplinarios. Entró en las oficinas, abriendo la puerta con cuidado para no golpearla, y encendió el ordenador de su mesa de escritorio. En la mesa contigua a la suya, Fernando, uno de sus compañeros de oficina, ya estaba tecleando en su ordenador, con el semblante de cansancio que los madrugones causan en las primeras horas matinales.

–Buenos días, Fernando –lo saludó como de costumbre–.
–Buenos días, Germán. ¿Has oído las últimas noticias?
–Me ha parecido que la gente, en los pasillos, estaba hablando sobre un ERE. ¿Estoy en lo cierto? –le preguntó Germán, intrigado.
–Me temo que sí. Ayer por la tarde, se celebró reunión extraordinaria del consejo de administración. El balance de la empresa da números rojos. En el último ejercicio se perdió mucho dinero… y ahora se ha decidido tramitar un ERE. El comunicado oficial saldrá a lo largo de esta mañana.
–¿Quién te ha contado todo eso?
–El jefe de departamento, que tiene línea directa con el presidente de la compañía.

Germán miró a Fernando con una mezcla de asombro e incredulidad. En los meses venideros, el ambiente de la empresa se tornaría irrespirable. La tensión, la angustia, los rumores y las maquinaciones de pasillo convertirían aquel edificio en un campo de batalla donde cada uno procuraría salvarse como pudiera del inminente desastre.

–Esto va a ser la hecatombe –respondió Germán–. ¿Y el departamento? ¿Qué pasará con nosotros?
–Don Alonso me ha dicho que la plantilla de recursos humanos va a mantenerse igual. No habrá cambios –le respondió Fernando para tranquilizarlo–.

Germán suspiró de alivio, pero su rostro se mantuvo serio, conforme a la situación.

–Esta vez salvaremos el pellejo. Pero nos tocará la parte más dura de todo esto: la tramitación del ERE.
–Así es. Pero uno debe acostumbrarse a todo –le aconsejó Fernando con resignación–. Mira, éste va a ser el segundo ERE que se abre en la empresa desde que yo comencé a trabajar.
–Para mí será el primero. Que Dios nos coja confesados.

Como de costumbre, Germán se sumió en su trabajo. Aquella mañana le tocaba elaborar una serie de estadísticas sobre el rendimiento de los trabajadores. Todas las cuestiones relacionadas con este análisis, como las horas de trabajo, las demás condiciones laborales y los beneficios de la empresa, se medían y se cuantificaban hasta la saciedad, como si todo en el universo pudiera reducirse a números. Ya no se trataba, desde luego, del misticismo de Pitágoras, para quien todas las cosas estaban hechas de números que reflejaban una armonía universal, sino de la lógica implacable del capitalismo tardío, que las reduce todas a cifras monetarias para someterlas al imperio de su único dios: la rentabilidad. Así pasó la jornada hasta las once, la hora del descanso. Los trabajadores disponían de media hora para tomarse un café y comer algo, y cuando los relojes marcaban las once y media todos debían estar de vuelta en sus tareas. Tratándose de una empresa privada, este horario se cumplía de forma rigurosa. El edificio contaba con su propia cafetería, donde solían reunirse los trabajadores de la empresa, pero Germán prefería acudir a otra situada en la misma calle, a pocos metros de allí, para no cruzarse con sus compañeros de trabajo. Procuraba llevarse bien con todos, y hasta la fecha no se había ganado enemigos en su departamento, pero tampoco había trabado amistad con ninguno. Casi todos le parecían un tanto superficiales, por no decir del todo vacíos. Sólo conversaban de fútbol y de los últimos chismes de la empresa, como las rivalidades entre sus propios colegas y entre los directivos, o las triquiñuelas que alguno había llevado a cabo para ganarse un ascenso; o bien peroraban hasta el infinito sobre sus casas, sus coches y sus viajes de vacaciones, presumiendo ante los demás de lo maravillosa que era, en apariencia, su propia vida. Por ello Germán casi nunca pisaba la cafetería de la empresa, aunque hubiera de tomarse el café a solas en otro sitio, pues lo desesperaba aguantar aquellas conversaciones tan soporíferas como banales, viéndose obligado a fingir interés en ellas por cortesía.

El resto de la jornada prosiguió como de costumbre. Cuando llegó a su casa, Germán encendió el ordenador y puso música de uno de sus grupos favoritos, The National, una banda americana de rock alternativo. Sonaba una canción llamada Afraid of Everyone, cuya primera estrofa decía: Venom radio and venom television, / I’m afraid of everyone, / I’m afraid of everyone[1]. Aquella tarde, una vez más, el joven madrileño se sentía solo, vulnerable, indefenso ante los arañazos de la suerte. Desde su primera infancia, había librado una lucha sin descanso para vencer las dificultades que habían surgido en su camino vital. Nacido huérfano de padre y madre, se había criado en un piso tutelado para menores que gestionaba la comunidad autónoma de Madrid y, aunque jamás pasara hambre, siempre careció del afecto de unos padres que velaran por él. En la escuela y en el instituto sobresalió por sus buenas calificaciones. Al cumplir la mayoría de edad, se trasladó de un piso para menores a uno para jóvenes, pues aún no disponía de medios de subsistencia que le permitieran independizarse. Gracias a las becas del ministerio de educación, pudo estudiar la carrera de ciencias económicas, que terminó en cinco años, aprobando todas las asignaturas de cada curso en la primera convocatoria. Nada más acabar la carrera, estudió un máster en gestión de recursos humanos, y tres meses después de finalizar el máster consiguió su trabajo en la compañía de seguros. Pero ahora, después de tanto esfuerzo, le había caído encima, como una losa, la infame tarea de tramitar un expediente de regulación de empleo. ¿Para esto he trabajado tanto?, pensó. ¿Para acabar echando gente a la calle? Sin embargo, Germán no quería resignarse al miedo y esconderse debajo de una mesa hasta que la tormenta amainara. Quería actuar de alguna forma, rebelarse contra la situación que se le imponía desde arriba, desde las altas jerarquías financieras que deciden la suerte de los más vulnerables, jugando con ellos como con fichas de ajedrez, pero no sabía cómo. No sabía cómo reaccionar ante aquella amenaza. Ninguno de sus compañeros de trabajo quería organizar protestas en la empresa, y casi todos habían perdido la esperanza en los sindicatos. La mayoría daba por sentado que los sindicalistas, en la negociación del expediente, se limitarían a salvar del despido a los liberados sindicales y a sus amistades más cercanas. Pensar en todo aquello le causaba dolores de cabeza, y se acercó al aparador para servirse un vaso de whiskey Jack Daniel’s, su bebida alcohólica favorita. La canción proseguía: But I don’t have the drugs to sort, / but I don’t have the drugs to sort it out, / sort it out[2]. Y aquella tarde Germán bebió para evadirse un rato de sus problemas, aunque supiera que jamás podría solucionarlos bebiendo. Mientras bajaba la noche sobre las calles de Madrid y las farolas se encendían, destacándose de las sombras como innúmeros ojos de gato, él bebía desplomado sobre un sillón de la casa, con la mirada ausente y perdida en el vacío, hasta que terminó su quinto vaso de whiskey y se levantó del sillón, borracho y cansado, para abandonarse al sueño sobre su cama.

Los siguientes días fueron pasando lentos para Germán, llenos de inquietud silenciosa, como si aquella situación de incertidumbre y angustia se encaminara hacia un desenlace terrible. Se oían cada vez más comentarios sobre el ERE en los pasillos de la aseguradora: crecía la tensión y brotaban los recelos y sospechas en los trabajadores, que hacían a cada rato cábalas y conjeturas sobre cuáles serían despedidos y cuáles permanecerían en la empresa. Todos los departamentos se habían convertido en infiernos que bullían de rumores vagos y contradictorios, salvo el de recursos humanos, pues el consejo de administración había garantizado que no se despediría a ningún miembro de su plantilla. Sin embargo, la incomodidad se notaba en el ambiente de trabajo. Casi todos los compañeros de Germán se habían vuelto más serios y callados que de costumbre: habían perdido el humor necesario para sonreír, bromear o desternillarse con un buen chiste. Tramitaban los documentos del ERE con desgana, mordiéndose los labios para no vomitar la bilis que mordía sus estómagos, pues estaban llevando a cabo la parte más dura y repulsiva de su trabajo. En esta difícil tesitura, Germán procuraba adaptarse a la situación: sólo se dirigía a sus compañeros para lo imprescindible y por lo demás trabajaba callado en su mesa, como si hubiera tomado un voto de silencio. Pese a todo, los remordimientos no dejaban de asediarlo. Se sentía cómplice de una terrorífica maquinaria. Tras dos semanas de resignación absoluta, pensó que debería actuar en coherencia con sus sentimientos. Una mañana cualquiera, buscó entre los archivos informáticos de su departamento el formulario de renuncia al puesto de trabajo. Sacó una copia en la impresora y la guardó en una carpeta para leérsela detenidamente cuando acabara la jornada, a las tres de la tarde. Después, en su casa, pasó la tarde reflexionando sobre las consecuencias que supondría su decisión para los demás y para sí mismo. Un terremoto estaba a punto de sacudir los cimientos de la sede central de la compañía de seguros, de forma tan rápida como devastadora, así como basta con mover o quitar una sola carta para que se derrumbe todo un castillo de naipes.

Al día siguiente, justo a las ocho de la mañana, cuando iniciaba su jornada laboral, Germán presentó su renuncia como gerente de recursos humanos de la compañía de seguros. Con su habitual resolución, tocó a la puerta del despacho del jefe de su departamento. Éste abrió la puerta y le pidió que se sentara a su mesa de trabajo.

–Buenos días, Germán. ¿Qué te trae por aquí?
–Don Alonso, quiero renunciar a mi puesto de trabajo. No puedo seguir soportando esta situación.

Alonso miró sorprendido a Germán, pues no daba crédito a sus palabras.

–¿Cómo dices, Germán? ¿Te has vuelto loco? –Le replicó Alonso con ira y asombro– Eres un magnífico gerente de recursos humanos, quizás el mejor que ha pasado por este departamento. No puedes irte ahora. La compañía te necesita. ¿Qué te ocurre? ¿Acaso no estás a gusto con tus condiciones de trabajo? –le preguntó en un tono más suave y conciliador.
–Don Alonso, ya sé que le costará mucho entender mi decisión, pero tramitar el último expediente de regulación de empleo ha sido un calvario para mí. Me han obligado a echar a cientos, miles de personas a la calle. Miles de personas que ahora se verán en el más absoluto desamparo. La mayoría tiene familias a su cargo. Muchos ya no podrán pagar sus hipotecas y se enfrentarán a los desahucios. ¡Y tal vez más de uno se quitará la vida! He tenido que seleccionar una por una, de entre la masa de trabajadores de la compañía, a las personas que se irán a la calle. ¿Sabe, don Alonso? Me siento miserable, tan miserable como un verdugo.
–Escucha, Germán: tú sólo estás cumpliendo las órdenes que te llegan desde arriba, como también hacemos los demás. Este departamento se limita a hacer lo que le manda el consejo de administración, desde mí, que soy el jefe, hasta el último de los empleados. Ahora no debes plantearte dilemas de conciencia. El mundo está lleno de injusticias y tú no vas a remediarlas.
–Ya sé que no voy a remediar los problemas del mundo, pero puedo elegir entre colaborar con la injusticia o negarme a transigir con ella. Y todos, en algún momento de la vida, nos vemos en ese dilema. Si mi trabajo consiste en privar a los demás del suyo, prefiero buscarme otro.
–En fin, tú decides. Lamento que pienses así. Hoy mismo enviaré tu carta de renuncia al consejo de administración. Que tengas suerte.
–Gracias.

Germán salió de la oficina de Alonso y cerró la puerta despacio. Desde aquel momento había roto sus vínculos con la empresa. Ahora le quedaba por ejecutar la segunda fase de su plan. Inspiró con fuerza hasta llenar de aire sus pulmones, tomó el ascensor y marcó en el cuadro de botones el piso diecinueve, donde Pablo Sañudo, el presidente del consejo de administración, tenía su lujoso despacho. Cuando Germán salió del ascensor, miró a izquierda y derecha para cerciorarse de que nadie lo había visto. El pasillo se encontraba desierto. Tocó en la puerta número treinta y seis, la correspondiente al despacho, con toda la sangre fría del mundo, sin que ni un músculo de su cuerpo temblara. Detrás de la puerta, Pablo Sañudo estaba revisando las cotizaciones en Bolsa de la compañía, sentado en un sillón de cuero negro frente a un escritorio de roble.

–Adelante –le dijo el propio Pablo Sañudo–.

Germán entró con paso firme, como solía acudir al trabajo todas las mañanas.

–Buenos días, Germán. ¿Ha terminado ya el nuevo expediente de regulación de empleo?
–Sí, don Pablo. Aquí se lo traigo.

Germán sacó de su maleta la lista de los trabajadores despedidos y se la mostró a Pablo.

–Cinco mil personas echadas a la calle. ¿Le parecen suficientes? ¿O quiere todavía más? –le increpó Germán en tono acusatorio.
–¿Qué mosca te ha picado? –le replicó Pablo con ironía– ¿No te das cuenta de que, si no hacemos ahora ese recorte de personal, toda la compañía se vendrá a pique y nosotros con ella? Si el barco hace aguas, tenemos que salvarlo como sea. Se perderán cinco mil puestos de trabajo, sí, pero se han conservado muchos más.
–La gente como usted sólo habla de cifras, pero jamás de personas. No se dan cuenta de que, debajo de cada número, hay un hombre como usted y como yo, un hombre que sufre lo indecible, que se levanta cada mañana con sus manos trémulas y su frente llena de sudores fríos, cuando teme que vayan a despedirlo de un día para otro. Pero a la gente como usted no le importan los demás, porque jamás ha pensado en ellos. Los demás para usted no existen, don Pablo. Y usted no merece seguir existiendo para los demás.

Tras decir estas palabras, con una rapidez fulminante, Germán sacó la pistola que guardaba en el bolsillo de su chaqueta y disparó dos veces seguidas a Pablo en la región izquierda del pecho, casi en el corazón, causándole la muerte en el acto. El cadáver del presidente de la compañía, con los ojos abiertos y la boca desencajada, quedó sobre el sillón como un muñeco inerte, mientras la sangre manaba de la herida abierta en su pecho. Germán creyó que no tendría el coraje suficiente para consumar el asesinato como había planeado, que sus manos temblarían dejando caer la pistola, pero lo había hecho. Había matado a Pablo Sañudo, uno de los hombres de negocios más ricos y poderosos de todo el país, tan amado como temido, con la misma frialdad con la que hubiera aplastado una cucaracha con un golpe seco de zapatilla. Se vengaba así de quien le había encargado confeccionar el expediente de regulación de empleo. Nada más asesinarlo, reparó en un detalle: tras el sillón de Pablo, en una pared cubierta de mármol rojizo, una caja fuerte empotrada en el muro había quedado entreabierta. Germán se acercó despacio, casi de puntillas, para comprobar qué había dentro de la caja. Para su asombro, estaba repleta de billetes de quinientos euros, los más cuantiosos que producían las fábricas de moneda europeas. Tomó varios fajos y los guardó en sus bolsillos con rapidez, sin detenerse a contar lo que había sustraído. Ahora debía salir de aquel despacho sin que nadie lo viera. Se trataba de una misión difícil pero indispensable. Abrió la puerta con mucha suavidad, para que no hiciera ruido, miró hacia ambos lados del pasillo y comprobó que seguía desierto. Cerró la puerta, cogió el ascensor y marcó la planta baja en el cuadro de botones. Suspiró de alivio cuando se cerraron las puertas metálicas del ascensor. Ni una sola mancha de sangre había salpicado su cara, sus manos o su ropa. Como si nada hubiera sucedido, cruzó el vestíbulo con paso ligero y se perdió caminando en las calles de Madrid, mientras la compañía de seguros continuaba con su ajetreo diario. Cuando se hubo alejado un par de manzanas del edificio, paró un taxi y pidió que lo llevara a su casa. Cuando llegó por fin al vestíbulo de su piso y cerró la puerta, suspiró con una extraña mezcla de pesadumbre y alivio. No daba crédito a lo que había hecho.




[1] Radio tóxica y televisión tóxica: / tengo miedo de todos, / tengo miedo de todos.
[2] Pero no tengo drogas para remediarlo, /pero no tengo drogas para remediarlo, / para remediarlo.

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