I
Eran
las ocho menos diez de la mañana cuando Germán entraba por la puerta giratoria
de la sede central de la empresa donde trabajaba, una poderosa compañía de
seguros ubicada en la zona financiera de Madrid. Atravesó raudamente el
vestíbulo de mármol blanco, tomó el ascensor y subió al piso número diecisiete,
que alojaba las oficinas del departamento de recursos humanos, donde realizaba
sus funciones como gerente de personal desde hacía dos años. Germán tenía a la
sazón veintisiete años: había sacado la carrera de ciencias económicas a los
veintidós, en el mínimo número de años posible y con un expediente académico
fabuloso, y a los veinticinco había finalizado un máster en recursos humanos.
Tres meses después de acabar el máster, había conseguido el puesto de trabajo
al que ahora acudía con paso firme, seguro y orgulloso de sí mismo.
Aquella
mañana, Germán oyó más rumores que de costumbre en los pasillos. Aunque la sede
central de la compañía de seguros registraba una actividad frenética todos los
días, la gente parecía estar sufriendo un insólito nerviosismo, como si alguna
noticia alarmante la hubiera puesto en guardia, y en todo el ambiente se
respiraba una tensión apenas contenida. Intrigado, se paró un momento junto a
una máquina expendedora de refrescos y dulces, simulando que la miraba
indeciso, como si fuera a pedir algo pero todavía no supiera qué deseaba, para
escuchar lo que comentaban varios trabajadores en un corrillo mientras tomaban
café. Enseguida les escuchó hablar de un expediente de regulación de empleo que
la compañía estaba a punto de iniciar. Según los comentarios, por el momento no
se había recibido ningún aviso del consejo de administración que confirmara la
noticia, pero la mayoría de los empleados daba por ciertos los rumores y
comenzaba a temer por su futuro. Germán se quedó pensativo y serio, mientras
seguía su camino hacia las oficinas del departamento de recursos humanos.
Llevaba tres meses en la empresa, pero en ese periodo su departamento no había
tramitado ningún expediente de regulación de empleo, sino tan sólo algunos
despidos disciplinarios. Entró en las oficinas, abriendo la puerta con cuidado
para no golpearla, y encendió el ordenador de su mesa de escritorio. En la mesa
contigua a la suya, Fernando, uno de sus compañeros de oficina, ya estaba
tecleando en su ordenador, con el semblante de cansancio que los madrugones
causan en las primeras horas matinales.
–Buenos
días, Fernando –lo saludó como de costumbre–.
–Buenos
días, Germán. ¿Has oído las últimas noticias?
–Me
ha parecido que la gente, en los pasillos, estaba hablando sobre un ERE. ¿Estoy
en lo cierto? –le preguntó Germán, intrigado.
–Me
temo que sí. Ayer por la tarde, se celebró reunión extraordinaria del consejo
de administración. El balance de la empresa da números rojos. En el último
ejercicio se perdió mucho dinero… y ahora se ha decidido tramitar un ERE. El
comunicado oficial saldrá a lo largo de esta mañana.
–¿Quién
te ha contado todo eso?
–El
jefe de departamento, que tiene línea directa con el presidente de la compañía.
Germán
miró a Fernando con una mezcla de asombro e incredulidad. En los meses
venideros, el ambiente de la empresa se tornaría irrespirable. La tensión, la
angustia, los rumores y las maquinaciones de pasillo convertirían aquel
edificio en un campo de batalla donde cada uno procuraría salvarse como pudiera
del inminente desastre.
–Esto
va a ser la hecatombe –respondió Germán–. ¿Y el departamento? ¿Qué pasará con
nosotros?
–Don
Alonso me ha dicho que la plantilla de recursos humanos va a mantenerse igual.
No habrá cambios –le respondió Fernando para tranquilizarlo–.
Germán
suspiró de alivio, pero su rostro se mantuvo serio, conforme a la situación.
–Esta
vez salvaremos el pellejo. Pero nos tocará la parte más dura de todo esto: la
tramitación del ERE.
–Así
es. Pero uno debe acostumbrarse a todo –le aconsejó Fernando con resignación–.
Mira, éste va a ser el segundo ERE que se abre en la empresa desde que yo
comencé a trabajar.
–Para
mí será el primero. Que Dios nos coja confesados.
Como
de costumbre, Germán se sumió en su trabajo. Aquella mañana le tocaba elaborar
una serie de estadísticas sobre el rendimiento de los trabajadores. Todas las
cuestiones relacionadas con este análisis, como las horas de trabajo, las demás
condiciones laborales y los beneficios de la empresa, se medían y se
cuantificaban hasta la saciedad, como si todo en el universo pudiera reducirse
a números. Ya no se trataba, desde luego, del misticismo de Pitágoras, para
quien todas las cosas estaban hechas de números que reflejaban una armonía
universal, sino de la lógica implacable del capitalismo tardío, que las reduce
todas a cifras monetarias para someterlas al imperio de su único dios: la
rentabilidad. Así pasó la jornada hasta las once, la hora del descanso. Los
trabajadores disponían de media hora para tomarse un café y comer algo, y
cuando los relojes marcaban las once y media todos debían estar de vuelta en
sus tareas. Tratándose de una empresa privada, este horario se cumplía de forma
rigurosa. El edificio contaba con su propia cafetería, donde solían reunirse
los trabajadores de la empresa, pero Germán prefería acudir a otra situada en
la misma calle, a pocos metros de allí, para no cruzarse con sus compañeros de
trabajo. Procuraba llevarse bien con todos, y hasta la fecha no se había ganado
enemigos en su departamento, pero tampoco había trabado amistad con ninguno.
Casi todos le parecían un tanto superficiales, por no decir del todo vacíos.
Sólo conversaban de fútbol y de los últimos chismes de la empresa, como las
rivalidades entre sus propios colegas y entre los directivos, o las
triquiñuelas que alguno había llevado a cabo para ganarse un ascenso; o bien
peroraban hasta el infinito sobre sus casas, sus coches y sus viajes de
vacaciones, presumiendo ante los demás de lo maravillosa que era, en
apariencia, su propia vida. Por ello Germán casi nunca pisaba la cafetería de
la empresa, aunque hubiera de tomarse el café a solas en otro sitio, pues lo
desesperaba aguantar aquellas conversaciones tan soporíferas como banales,
viéndose obligado a fingir interés en ellas por cortesía.
El
resto de la jornada prosiguió como de costumbre. Cuando llegó a su casa, Germán
encendió el ordenador y puso música de uno de sus grupos favoritos, The
National, una banda americana de rock alternativo. Sonaba una canción llamada Afraid of Everyone, cuya primera estrofa
decía: Venom radio and venom television,
/ I’m afraid of everyone, / I’m afraid of everyone[1].
Aquella tarde, una vez más, el joven madrileño se sentía solo, vulnerable,
indefenso ante los arañazos de la suerte. Desde su primera infancia, había
librado una lucha sin descanso para vencer las dificultades que habían surgido
en su camino vital. Nacido huérfano de padre y madre, se había criado en un
piso tutelado para menores que gestionaba la comunidad autónoma de Madrid y,
aunque jamás pasara hambre, siempre careció del afecto de unos padres que
velaran por él. En la escuela y en el instituto sobresalió por sus buenas
calificaciones. Al cumplir la mayoría de edad, se trasladó de un piso para
menores a uno para jóvenes, pues aún no disponía de medios de subsistencia que
le permitieran independizarse. Gracias a las becas del ministerio de educación,
pudo estudiar la carrera de ciencias económicas, que terminó en cinco años,
aprobando todas las asignaturas de cada curso en la primera convocatoria. Nada
más acabar la carrera, estudió un máster en gestión de recursos humanos, y tres
meses después de finalizar el máster consiguió su trabajo en la compañía de
seguros. Pero ahora, después de tanto esfuerzo, le había caído encima, como una
losa, la infame tarea de tramitar un expediente de regulación de empleo. ¿Para esto he trabajado tanto?, pensó. ¿Para acabar echando gente a la calle? Sin
embargo, Germán no quería resignarse al miedo y esconderse debajo de una mesa
hasta que la tormenta amainara. Quería actuar de alguna forma, rebelarse contra
la situación que se le imponía desde arriba, desde las altas jerarquías
financieras que deciden la suerte de los más vulnerables, jugando con ellos
como con fichas de ajedrez, pero no sabía cómo. No sabía cómo reaccionar ante
aquella amenaza. Ninguno de sus compañeros de trabajo quería organizar
protestas en la empresa, y casi todos habían perdido la esperanza en los
sindicatos. La mayoría daba por sentado que los sindicalistas, en la
negociación del expediente, se limitarían a salvar del despido a los liberados
sindicales y a sus amistades más cercanas. Pensar en todo aquello le causaba
dolores de cabeza, y se acercó al aparador para servirse un vaso de whiskey
Jack Daniel’s, su bebida alcohólica favorita. La canción proseguía: But I don’t have the drugs to sort, / but I don’t have the drugs to sort it out, / sort it out[2].
Y
aquella tarde Germán bebió para evadirse un rato de sus problemas, aunque
supiera que jamás podría solucionarlos bebiendo. Mientras bajaba la noche sobre
las calles de Madrid y las farolas se encendían, destacándose de las sombras
como innúmeros ojos de gato, él bebía desplomado sobre un sillón de la casa,
con la mirada ausente y perdida en el vacío, hasta que terminó su quinto vaso
de whiskey y se levantó del sillón, borracho y cansado, para abandonarse al
sueño sobre su cama.
Los
siguientes días fueron pasando lentos para Germán, llenos de inquietud
silenciosa, como si aquella situación de incertidumbre y angustia se encaminara
hacia un desenlace terrible. Se oían cada vez más comentarios sobre el ERE en
los pasillos de la aseguradora: crecía la tensión y brotaban los recelos y
sospechas en los trabajadores, que hacían a cada rato cábalas y conjeturas
sobre cuáles serían despedidos y cuáles permanecerían en la empresa. Todos los
departamentos se habían convertido en infiernos que bullían de rumores vagos y
contradictorios, salvo el de recursos humanos, pues el consejo de
administración había garantizado que no se despediría a ningún miembro de su
plantilla. Sin embargo, la incomodidad se notaba en el ambiente de trabajo.
Casi todos los compañeros de Germán se habían vuelto más serios y callados que
de costumbre: habían perdido el humor necesario para sonreír, bromear o
desternillarse con un buen chiste. Tramitaban los documentos del ERE con
desgana, mordiéndose los labios para no vomitar la bilis que mordía sus
estómagos, pues estaban llevando a cabo la parte más dura y repulsiva de su
trabajo. En esta difícil tesitura, Germán procuraba adaptarse a la situación:
sólo se dirigía a sus compañeros para lo imprescindible y por lo demás
trabajaba callado en su mesa, como si hubiera tomado un voto de silencio. Pese
a todo, los remordimientos no dejaban de asediarlo. Se sentía cómplice de una
terrorífica maquinaria. Tras dos semanas de resignación absoluta, pensó que
debería actuar en coherencia con sus sentimientos. Una mañana cualquiera, buscó
entre los archivos informáticos de su departamento el formulario de renuncia al
puesto de trabajo. Sacó una copia en la impresora y la guardó en una carpeta
para leérsela detenidamente cuando acabara la jornada, a las tres de la tarde.
Después, en su casa, pasó la tarde reflexionando sobre las consecuencias que
supondría su decisión para los demás y para sí mismo. Un terremoto estaba a
punto de sacudir los cimientos de la sede central de la compañía de seguros, de
forma tan rápida como devastadora, así como basta con mover o quitar una sola
carta para que se derrumbe todo un castillo de naipes.
Al
día siguiente, justo a las ocho de la mañana, cuando iniciaba su jornada
laboral, Germán presentó su renuncia como gerente de recursos humanos de la
compañía de seguros. Con su habitual resolución, tocó a la puerta del despacho
del jefe de su departamento. Éste abrió la puerta y le pidió que se sentara a
su mesa de trabajo.
–Buenos
días, Germán. ¿Qué te trae por aquí?
–Don
Alonso, quiero renunciar a mi puesto de trabajo. No puedo seguir soportando
esta situación.
Alonso
miró sorprendido a Germán, pues no daba crédito a sus palabras.
–¿Cómo
dices, Germán? ¿Te has vuelto loco? –Le replicó Alonso con ira y asombro– Eres
un magnífico gerente de recursos humanos, quizás el mejor que ha pasado por
este departamento. No puedes irte ahora. La compañía te necesita. ¿Qué te
ocurre? ¿Acaso no estás a gusto con tus condiciones de trabajo? –le preguntó en
un tono más suave y conciliador.
–Don
Alonso, ya sé que le costará mucho entender mi decisión, pero tramitar el
último expediente de regulación de empleo ha sido un calvario para mí. Me han
obligado a echar a cientos, miles de personas a la calle. Miles de personas que
ahora se verán en el más absoluto desamparo. La mayoría tiene familias a su
cargo. Muchos ya no podrán pagar sus hipotecas y se enfrentarán a los
desahucios. ¡Y tal vez más de uno se quitará la vida! He tenido que seleccionar
una por una, de entre la masa de trabajadores de la compañía, a las personas
que se irán a la calle. ¿Sabe, don Alonso? Me siento miserable, tan miserable
como un verdugo.
–Escucha,
Germán: tú sólo estás cumpliendo las órdenes que te llegan desde arriba, como
también hacemos los demás. Este departamento se limita a hacer lo que le manda
el consejo de administración, desde mí, que soy el jefe, hasta el último de los
empleados. Ahora no debes plantearte dilemas de conciencia. El mundo está lleno
de injusticias y tú no vas a remediarlas.
–Ya
sé que no voy a remediar los problemas del mundo, pero puedo elegir entre
colaborar con la injusticia o negarme a transigir con ella. Y todos, en algún
momento de la vida, nos vemos en ese dilema. Si mi trabajo consiste en privar a
los demás del suyo, prefiero buscarme otro.
–En
fin, tú decides. Lamento que pienses así. Hoy mismo enviaré tu carta de
renuncia al consejo de administración. Que tengas suerte.
–Gracias.
Germán
salió de la oficina de Alonso y cerró la puerta despacio. Desde aquel momento
había roto sus vínculos con la empresa. Ahora le quedaba por ejecutar la
segunda fase de su plan. Inspiró con fuerza hasta llenar de aire sus pulmones,
tomó el ascensor y marcó en el cuadro de botones el piso diecinueve, donde
Pablo Sañudo, el presidente del consejo de administración, tenía su lujoso
despacho. Cuando Germán salió del ascensor, miró a izquierda y derecha para
cerciorarse de que nadie lo había visto. El pasillo se encontraba desierto.
Tocó en la puerta número treinta y seis, la correspondiente al despacho, con
toda la sangre fría del mundo, sin que ni un músculo de su cuerpo temblara.
Detrás de la puerta, Pablo Sañudo estaba revisando las cotizaciones en Bolsa de
la compañía, sentado en un sillón de cuero negro frente a un escritorio de
roble.
–Adelante
–le dijo el propio Pablo Sañudo–.
Germán
entró con paso firme, como solía acudir al trabajo todas las mañanas.
–Buenos
días, Germán. ¿Ha terminado ya el nuevo expediente de regulación de empleo?
–Sí,
don Pablo. Aquí se lo traigo.
Germán
sacó de su maleta la lista de los trabajadores despedidos y se la mostró a
Pablo.
–Cinco
mil personas echadas a la calle. ¿Le parecen suficientes? ¿O quiere todavía
más? –le increpó Germán en tono acusatorio.
–¿Qué
mosca te ha picado? –le replicó Pablo con ironía– ¿No te das cuenta de que, si
no hacemos ahora ese recorte de personal, toda la compañía se vendrá a pique y
nosotros con ella? Si el barco hace aguas, tenemos que salvarlo como sea. Se
perderán cinco mil puestos de trabajo, sí, pero se han conservado muchos más.
–La
gente como usted sólo habla de cifras, pero jamás de personas. No se dan cuenta
de que, debajo de cada número, hay un hombre como usted y como yo, un hombre
que sufre lo indecible, que se levanta cada mañana con sus manos trémulas y su
frente llena de sudores fríos, cuando teme que vayan a despedirlo de un día
para otro. Pero a la gente como usted no le importan los demás, porque jamás ha
pensado en ellos. Los demás para usted no existen, don Pablo. Y usted no merece
seguir existiendo para los demás.
Tras
decir estas palabras, con una rapidez fulminante, Germán sacó la pistola que
guardaba en el bolsillo de su chaqueta y disparó dos veces seguidas a Pablo en
la región izquierda del pecho, casi en el corazón, causándole la muerte en el
acto. El cadáver del presidente de la compañía, con los ojos abiertos y la boca
desencajada, quedó sobre el sillón como un muñeco inerte, mientras la sangre
manaba de la herida abierta en su pecho. Germán creyó que no tendría el coraje
suficiente para consumar el asesinato como había planeado, que sus manos
temblarían dejando caer la pistola, pero lo había hecho. Había matado a Pablo
Sañudo, uno de los hombres de negocios más ricos y poderosos de todo el país,
tan amado como temido, con la misma frialdad con la que hubiera aplastado una
cucaracha con un golpe seco de zapatilla. Se vengaba así de quien le había
encargado confeccionar el expediente de regulación de empleo. Nada más
asesinarlo, reparó en un detalle: tras el sillón de Pablo, en una pared
cubierta de mármol rojizo, una caja fuerte empotrada en el muro había quedado entreabierta.
Germán se acercó despacio, casi de puntillas, para comprobar qué había dentro
de la caja. Para su asombro, estaba repleta de billetes de quinientos euros,
los más cuantiosos que producían las fábricas de moneda europeas. Tomó varios
fajos y los guardó en sus bolsillos con rapidez, sin detenerse a contar lo que
había sustraído. Ahora debía salir de aquel despacho sin que nadie lo viera. Se
trataba de una misión difícil pero indispensable. Abrió la puerta con mucha
suavidad, para que no hiciera ruido, miró hacia ambos lados del pasillo y
comprobó que seguía desierto. Cerró la puerta, cogió el ascensor y marcó la
planta baja en el cuadro de botones. Suspiró de alivio cuando se cerraron las
puertas metálicas del ascensor. Ni una sola mancha de sangre había salpicado su
cara, sus manos o su ropa. Como si nada hubiera sucedido, cruzó el vestíbulo
con paso ligero y se perdió caminando en las calles de Madrid, mientras la
compañía de seguros continuaba con su ajetreo diario. Cuando se hubo alejado un
par de manzanas del edificio, paró un taxi y pidió que lo llevara a su casa.
Cuando llegó por fin al vestíbulo de su piso y cerró la puerta, suspiró con una
extraña mezcla de pesadumbre y alivio. No daba crédito a lo que había hecho.
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