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Spinoza niño en las rodillas de Uriel da Costa. Samuel Hirszenberg. |
(Se hace el oscuro. Cuando regresa la luz, aparece Uriel a solas en
la habitación principal de su casa. Sobre la mesa reposan los folios del manuscrito del Espejo de una vida humana, su autobiografía, atados con un cordel; junto al manuscrito, se encuentra el mismo arcabuz con el que lanzó un disparo fallido contra su primo Isaac, pretendiendo vengarse de él por las afrentas que le había causado. Uriel no deja de pasearse por la habitación, de un lado a otro, con la mirada ausente. Su movimiento errático trasluce toda la agitación interna que lo domina.)
Uriel.—Estoy aquí, solo entre los muros de mi casa, con la sola compañía de mis
pensamientos. Aquí no se escuchan los rumores del mundo. Esta mañana he terminado la
historia de mi propia vida, el Espejo de
una vida humana: ahí dejo los folios sobre el escritorio, para quien se
atreva a leerlos. ¡Serán mi único legado, mi testamento! Ahora sólo me queda escribir
el punto y final con mi propia muerte. (Suspira
con angustia.) No sé qué habrá tras el velo de la muerte cuando para mí se
levante. Ignoro del todo si recibiré premios o castigos. Sólo sé que muero con
la dignidad a salvo, como los hombres libres. Si todos estos años he buscado mi
ruina de forma incansable, ha sido por dedicarme a perseguir la verdad,
con todas las energías de mi cuerpo y de mi alma. Y al menos acabo mis días con
esa certidumbre y ese orgullo. Dejé mi país natal, donde habría muerto en las
garras de los inquisidores. Después de asentarme en Holanda, me acusaron de
hereje ante los notables de la judería. Me negaron el derecho a casarme con una
segunda mujer después de que murió Sara, mi esposa. Me excomulgaron dos veces. Me llevaron a juicio, logrando que el juez me enviara diez días a prisión y ordenara la quema de mis libros. Me condenaron a presentarme a los ojos de todo mi pueblo en la sinagoga, donde me declaré digno mil veces de la muerte, padecí treinta y nueve latigazos y me tendí en el suelo, para que las gentes pasaran sobre mí cuando salían del templo. Me reservaron todos los insultos y humillaciones imaginables. Tiraron piedras a
las ventanas de mi casa, para sobresaltarme a cada rato. Con artificios legales, me quitaron la porción que me tocaba de la herencia de mis padres, tan sólo para darse el gusto de verme hundido en la miseria. En suma, quisieron degradarme a la condición de un perro de las calles. Pero jamás
lo consiguieron. Jamás podrían arrancarme la dignidad de los hombres libres,
pues ellos, mis perseguidores, jamás la tendrán. Y de ti, Samuel da Silva, jefe
de los rabinos de Ámsterdam, mi enemigo más enconado, el perro más fiel de la
sinagoga, ¿qué podría decir de ti? Sin embargo, prefiero no hablar de tu
bajeza. Que la historia te cubra de infamia o borre tu nombre con las aguas del
olvido, como siempre ha hecho y hará con los personajes como tú, mientras el sol siga alumbrando la tierra. ¿Quién sabe? Quizá todos, sabios y necios, reyes y mendigos,
santos y malhechores, estemos destinados al olvido. Quizá no se conserve ni un
solo vestigio de nosotros para que alguien nos recuerde. ¡Vanísimo teatro! (Rotundo.) Pero al menos conservo el
privilegio de morir con dignidad. En el teatro del mundo, nadie me aplaude
cuando finalizo mi papel en la comedia. Desaparezco a través de una puerta
oscura y angosta, y ni siquiera nadie se da cuenta de que salgo del escenario,
pero me voy con el ánimo tranquilo. Eso me basta. No me importa lo que se
esconda tras el velo de la muerte, ya que nadie, ningún juez en la tierra ni en el
cielo, podrá condenarme por otro delito que el de buscar la verdad. Ni podrá
acusarme de ser infiel a mi corazón y a mis ideas. A veces dije mentiras y me
valí de simulacros, pero todo lo hice con la única intención de preservar mi salud y mi vida,
la más legítima y natural de las intenciones. Si Dios existe, si alguien mueve
la máquina del mundo más arriba de las estrellas, no puede condenarme por usar
la inteligencia que me dio. Y si nada hubiera, si el destino del alma es
aniquilarse, así como la carne se pudre, nada tengo de qué asustarme, pues he obrado solamente según la naturaleza. Si algún hombre estuviera escuchándome
ahora, si yo no me hubiera quedado solo entre los muros de esta casa, hablando a solas
como un loco, me gustaría decirle que tuviera el coraje de usar su inteligencia
y defender su libertad. Nada más hace falta para ser un hombre digno. Judíos,
cristianos… Cuántos males habéis causado con vuestros altares, con vuestros
libros sagrados, con vuestra fe. Cuando voy por las calles, las gentes dicen a
coro: Éste no es judío, ni cristiano, ni musulmán:
no tiene religión. ¿Y qué les importa si no tengo religión? Me limito a proclamarme
humano, pues no soy nada salvo humano por naturaleza. ¡No puedo ser otra cosa! (Pausa.) Los ejércitos luchan en el nombre de los dioses: los invocan antes de lanzarse a los campos de batalla y luego cubren la tierra de sangre. ¿Hasta cuándo, hasta cuándo se prolongará la masacre, la enemistad, el odio? Esos amos terribles, poseídos por una sed infinita de sangre, no pueden ser más que delirios macabros, fantasmas que algunos locos imaginan para enloquecer a los cuerdos. Así la mayoría de los hombres,
de la cuna a la sepultura, vive como una legión de fantasmas, creyendo las
mentiras de príncipes, de nobles, de sacerdotes y de mercaderes. Oigo el ruido cada vez más fuerte de sus cadenas, como si retumbara en mi cabeza, martilleándome las sienes. (Pausa.) ¿Y qué es el hombre? ¡Un fantasma que sueña con fantasmas! Y lo será por muchos siglos. (Pausa.) Pero los audaces como yo se rebelarán, y tal vez
algunos despertarán a la muchedumbre del sueño que duerme. Algún día el género
humano sacudirá su yugo y romperá sus cadenas. No dudo que ese día llegará. Y
los príncipes, y los nobles, y los sacerdotes, y los mercaderes temblarán
cuando llegue. Pero yo no lo veré. Mi vida ya carece de sentido. La muerte me
llama desde las sombras, con susurros inaudibles, aunque su rostro se me
esconda tras un velo. He tomado una decisión y debo cumplirla. ¿Dónde está el
arcabuz? (Busca el arcabuz.) Ah, sí. (Lo toma en sus manos.) Bendito arcabuz,
si contigo no acerté el tiro de la venganza, al menos habré de acertar el que
salvará mi honra con la muerte. Ya ha sonado la hora de abandonar este mundo.
Necesito valentía. Aunque no dé ni un paso más allá de la tumba, aunque las
malvas hundan sus raíces en mi calavera, aunque mi alma se disipe como la
bruma de los mares, sin duda hallaré más alivio en la nada que en este mundo.
Los fariseos dicen que la vida es un don que Dios
nos regala, pero su hipocresía la ha convertido en un don insoportable para mí.
(Pausa.) Nadie llorará sobre mi
cadáver: ni siquiera mis hermanos, pues ya me tratan en vida como si hubiera
muerto. Quizá no me admitan en el cementerio judío ni en el cristiano, por haber sido un hereje para todos.
Quizá me arrojen sobre algún muladar donde los cuervos me devoren. Tanto da. Mi
cadáver no sentirá nada. Ahora debo romper las ataduras, partir hacia la orilla de lo desconocido, hacia el misterio absoluto, hacia la incógnita que se despejará con la eternidad o con la nada. El arcabuz está cargado. (Sale del escenario.) Malditos sean los culpables de mi desgracia para toda la eternidad. ¡Que sean, como yo, dignos mil veces de la muerte!
(Se oyen dos disparos de arcabuz. Cae el telón.)
Nota del autor: Este texto es un fragmento de la tragedia inédita Digno mil veces de la muerte, sobre la vida del heterodoxo judío Uriel da Costa. El fragmento seleccionado corresponde al final del segundo acto de la obra. Para ampliar información sobre la figura de Da Costa, recomiendo la lectura del magnífico artículo de José Ramón San Miguel Hevia, Uriel da Costa, el difunto hablador: