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martes, 12 de agosto de 2014

Música de iglesia (un poema de George Herbert)

George Herbert en Bemerton, Salisbury. William Dyce. Óleo sobre lienzo.


Church music

Sweetest of sweets, I thank you: when displeasure
Did through my body wound my mind,
You took me thence, and in your house of pleasure
A dainty lodging me assigned.

Now I in you without a body move,
Rising and falling with your wings:
We both together sweetly live and love,
Yet say sometimes, “God help poor Kings”.

Comfort, I'll die; for if you post from me
Sure I shall do so, and much more:
But if I travel in your company,
You know the way to heaven's door.

Música de iglesia

Dulcísima dulzura, te doy las gracias: cuando,
a través de mi cuerpo, la pena hirió mi mente,
me llevaste contigo, y en tu casa de gozo
delicado aposento me asignaste.

Ahora, ya sin cuerpo, en ti me muevo,
alzándome y cayendo con tus alas:
dulcemente vivimos y nos amamos juntos,
y aun decimos a veces: “Dios ayude a los reyes”.

He de morir: consuélate; que, si de mí te alejas,
sin duda habré de hacerlo, y mucho más:
pero, si viajo en compañía tuya,
tú sabes el camino a la puerta del cielo.


Traducción: Ramiro Rosón

martes, 5 de agosto de 2014

La reina del alba

Georges Rouault: Muchacha ante el espejo. Óleo sobre cartón, 1906.


Sobre las aceras de la avenida todavía desierta, donde sólo crecen algunos laureles de Indias malnutridos, parcos en ramas y en hojas, cuando en el horizonte se aclaran las sombras de la noche como sábanas desteñidas, la reina del alba todavía sigue de pie; como un enigma silencioso, con la silueta negra de una diosa africana, con su escote en forma de valle pronunciado, su minifalda que deja casi al aire las ingles y sus tacones vertiginosos, sobre los cuales otras mujeres resbalarían sólo con dar un paso. Ella vino de tierras africanas hace mucho tiempo, buscando el futuro que la suerte le negaba en sus orillas natales. Nadie sabe exactamente cómo vino, pues ella no quiere contarlo. Quizá llegó en avión, en barco o, en el peor de los casos, en alguna patera. Quizá cayó en las redes de alguna mafia dedicada a la trata de blancas. Da igual. Ha tenido que aprender a vestirse de esa forma y a caminar con esos tacones, como un analfabeto que se aprende el abecedario con esfuerzo. Quizás espera al último cliente de la noche que ahora se disuelve, como un azucarillo, en el amargo café de la mañana, el que sirven los bares grasientos de todas las esquinas, desde las primeras luces diurnas, como un veneno que ingieren los habitantes del imperio del sol, para que las cadenas de su trabajo les resulten soportables. Pues el café de la mañana, en realidad, no es un estimulante, sino un poderoso narcótico, un láudano que duerme la conciencia del gran absurdo al que se reduce la vida cotidiana bajo el sol. Pero la reina del alba pertenece al imperio de la noche. Solo desempeña su oficio bajo los destellos de las farolas, que relucen sobre las calles de la ciudad, como largas hileras de pupilas amarillentas, hasta desvanecerse en algún punto de fuga. Ha comprobado que las gentes del día la miran con recelo, que murmuran a su paso, que no gustan de su presencia. Pero quizás algunos de los muchos que ahora la maldicen, cuando la noche caiga, le pedirán sus favores a cambio de unos billetes. Y ella no se negará a prestárselos, pues la reina del alba acoge en sus brazos a quien le pague la tarifa establecida, sin importarle su origen, ni su apariencia, ni su condición social, ni los demás espejismos sin los que todos los hombres se reconocerían como iguales en miserias. Ella, como la muerte, iguala a todos con su abrazo furtivo, que da a sus clientes en la penumbra de una callejuela o sobre el asiento trasero de algún coche, siempre en horas nocturnas; pues todas las manchas que borra el día con su claridad cegadora, con el juego de las apariencias, relucen bajo la noche como confesiones imprudentes. Las mujeres de bien, las respetables, guardan para ella los peores insultos del idioma, pero los insultos resbalan sobre su piel oscura como un aguacero sobre un impermeable, pues se ha cansado ya de oírlos como una retahíla ensordecedora, en las bocas de quienes han ido cruzándose en su camino, desde su infancia de pobreza y humillaciones en algún pueblo africano que tal vez ni siquiera figure en los mapas. Esas mujeres, cuando la miran con asco, no saben que su hipocresía las hace más dignas de lástima y desprecio que la más impúdica de las rameras. Ella, fumándose un cigarrillo tras una larga noche de trabajo, aspirando el humo con avidez, como si fuera la única tabla de salvación a la que puede agarrarse ahora mismo, sabe que sólo puede confiar en sí misma y que nadie enjugará sus lágrimas cuando vuelva a su piso y llore a solas en el cuarto de baño, delante del espejo, maldiciendo su perra vida, maldiciendo al perro mundo que la condena, sin lógica ni entrañas, por haberla condenado a ganarse la vida con este oficio.