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jueves, 4 de diciembre de 2014

Soneto I (George Herbert)

Retrato de George Herbert, por R. White. Lápiz sobre papel.

Sonnet I

My God, where is that ancient heat towards thee,
Wherewith whole shoals of Martyrs once did burn,
Besides their other flames? Doth Poetry
Wear Venus livery? only serve her turn?

Why are not Sonnets made of thee? and layes
Upon thine Altar burnt? Cannot thy love
Heighten a spirit to sound out thy praise
As well as any she? Cannot thy Dove

Out-strip their Cupid easily in flight?
Or, since thy wayes are deep, and still the fame,
Will not a verse run smooth that bears thy name!
Why doth that fire, which by thy power and might

Each breast does feel, no braver fuel choose
Than that, which one day, Worms, may chance refuse?

Soneto I

Mi Dios, ¿dónde está el viejo fuego que hacia ti sube,
con que grandes legiones de mártires ardieron,
junto a sus otras llamas? ¿Viste la poesía
los ropajes de Venus?, ¿sólo sirve a su causa?

¿Por qué no se te escriben sonetos, ni canciones
arden sobre tu ara? ¿Tu amor no puede, acaso,
elevar un espíritu que diga tu alabanza,
como Venus consigue? ¿No puede tu paloma

rebasar a Cupido fácilmente en su vuelo?
¡Pues hondo es tu camino, tu fama silenciosa,
no corre sin obstáculos un verso con tu nombre!
¿Por qué ese fuego, gracias al cual tu poderío

todos los pechos sienten, elige como leña
la que tal vez, un día, los gusanos rechacen?


Traducción: Ramiro Rosón

lunes, 1 de diciembre de 2014

Digno mil veces de la muerte

Spinoza niño en las rodillas de Uriel da Costa. Samuel Hirszenberg.

(Se hace el oscuro. Cuando regresa la luz, aparece Uriel a solas en la habitación principal 
de su casa. Sobre la mesa reposan los folios del manuscrito del Espejo de una vida humana, su autobiografía, atados con un cordel; junto al manuscrito, se encuentra el mismo arcabuz con el que lanzó un disparo fallido contra su primo Isaac, pretendiendo vengarse de él por las afrentas que le había causado. Uriel no deja de pasearse por la habitación, de un lado a otro, con la mirada ausente. Su movimiento errático trasluce toda la agitación interna que lo domina.)

Uriel.—Estoy aquí, solo entre los muros de mi casa, con la sola compañía de mis pensamientos. Aquí no se escuchan los rumores del mundo. Esta mañana he terminado la historia de mi propia vida, el Espejo de una vida humana: ahí dejo los folios sobre el escritorio, para quien se atreva a leerlos. ¡Serán mi único legado, mi testamento! Ahora sólo me queda escribir el punto y final con mi propia muerte. (Suspira con angustia.) No sé qué habrá tras el velo de la muerte cuando para mí se levante. Ignoro del todo si recibiré premios o castigos. Sólo sé que muero con la dignidad a salvo, como los hombres libres. Si todos estos años he buscado mi ruina de forma incansable, ha sido por dedicarme a perseguir la verdad, con todas las energías de mi cuerpo y de mi alma. Y al menos acabo mis días con esa certidumbre y ese orgullo. Dejé mi país natal, donde habría muerto en las garras de los inquisidores. Después de asentarme en Holanda, me acusaron de hereje ante los notables de la judería. Me negaron el derecho a casarme con una segunda mujer después de que murió Sara, mi esposa. Me excomulgaron dos veces. Me llevaron a juicio, logrando que el juez me enviara diez días a prisión y ordenara la quema de mis libros. Me condenaron a presentarme a los ojos de todo mi pueblo en la sinagoga, donde me declaré digno mil veces de la muerte, padecí treinta y nueve latigazos y me tendí en el suelo, para que las gentes pasaran sobre mí cuando salían del templo. Me reservaron todos los insultos y humillaciones imaginables. Tiraron piedras a las ventanas de mi casa, para sobresaltarme a cada rato. Con artificios legales, me quitaron la porción que me tocaba de la herencia de mis padres, tan sólo para darse el gusto de verme hundido en la miseria. En suma, quisieron degradarme a la condición de un perro de las calles. Pero jamás lo consiguieron. Jamás podrían arrancarme la dignidad de los hombres libres, pues ellos, mis perseguidores, jamás la tendrán. Y de ti, Samuel da Silva, jefe de los rabinos de Ámsterdam, mi enemigo más enconado, el perro más fiel de la sinagoga, ¿qué podría decir de ti? Sin embargo, prefiero no hablar de tu bajeza. Que la historia te cubra de infamia o borre tu nombre con las aguas del olvido, como siempre ha hecho y hará con los personajes como tú, mientras el sol siga alumbrando la tierra. ¿Quién sabe? Quizá todos, sabios y necios, reyes y mendigos, santos y malhechores, estemos destinados al olvido. Quizá no se conserve ni un solo vestigio de nosotros para que alguien nos recuerde. ¡Vanísimo teatro! (Rotundo.) Pero al menos conservo el privilegio de morir con dignidad. En el teatro del mundo, nadie me aplaude cuando finalizo mi papel en la comedia. Desaparezco a través de una puerta oscura y angosta, y ni siquiera nadie se da cuenta de que salgo del escenario, pero me voy con el ánimo tranquilo. Eso me basta. No me importa lo que se esconda tras el velo de la muerte, ya que nadie, ningún juez en la tierra ni en el cielo, podrá condenarme por otro delito que el de buscar la verdad. Ni podrá acusarme de ser infiel a mi corazón y a mis ideas. A veces dije mentiras y me valí de simulacros, pero todo lo hice con la única intención de preservar mi salud y mi vida, la más legítima y natural de las intenciones. Si Dios existe, si alguien mueve la máquina del mundo más arriba de las estrellas, no puede condenarme por usar la inteligencia que me dio. Y si nada hubiera, si el destino del alma es aniquilarse, así como la carne se pudre, nada tengo de qué asustarme, pues he obrado solamente según la naturaleza. Si algún hombre estuviera escuchándome ahora, si yo no me hubiera quedado solo entre los muros de esta casa, hablando a solas como un loco, me gustaría decirle que tuviera el coraje de usar su inteligencia y defender su libertad. Nada más hace falta para ser un hombre digno. Judíos, cristianos… Cuántos males habéis causado con vuestros altares, con vuestros libros sagrados, con vuestra fe. Cuando voy por las calles, las gentes dicen a coro: Éste no es judío, ni cristiano, ni musulmán: no tiene religión. ¿Y qué les importa si no tengo religión? Me limito a proclamarme humano, pues no soy nada salvo humano por naturaleza. ¡No puedo ser otra cosa! (Pausa.) Los ejércitos luchan en el nombre de los dioses: los invocan antes de lanzarse a los campos de batalla y luego cubren la tierra de sangre. ¿Hasta cuándo, hasta cuándo se prolongará la masacre, la enemistad, el odio? Esos amos terribles, poseídos por una sed infinita de sangre, no pueden ser más que delirios macabros, fantasmas que algunos locos imaginan para enloquecer a los cuerdos. Así la mayoría de los hombres, de la cuna a la sepultura, vive como una legión de fantasmas, creyendo las mentiras de príncipes, de nobles, de sacerdotes y de mercaderes. Oigo el ruido cada vez más fuerte de sus cadenas, como si retumbara en mi cabeza, martilleándome las sienes. (Pausa.) ¿Y qué es el hombre? ¡Un fantasma que sueña con fantasmas! Y lo será por muchos siglos. (Pausa.) Pero los audaces como yo se rebelarán, y tal vez algunos despertarán a la muchedumbre del sueño que duerme. Algún día el género humano sacudirá su yugo y romperá sus cadenas. No dudo que ese día llegará. Y los príncipes, y los nobles, y los sacerdotes, y los mercaderes temblarán cuando llegue. Pero yo no lo veré. Mi vida ya carece de sentido. La muerte me llama desde las sombras, con susurros inaudibles, aunque su rostro se me esconda tras un velo. He tomado una decisión y debo cumplirla. ¿Dónde está el arcabuz? (Busca el arcabuz.) Ah, sí. (Lo toma en sus manos.) Bendito arcabuz, si contigo no acerté el tiro de la venganza, al menos habré de acertar el que salvará mi honra con la muerte. Ya ha sonado la hora de abandonar este mundo. Necesito valentía. Aunque no dé ni un paso más allá de la tumba, aunque las malvas hundan sus raíces en mi calavera, aunque mi alma se disipe como la bruma de los mares, sin duda hallaré más alivio en la nada que en este mundo. Los fariseos dicen que la vida es un don que Dios nos regala, pero su hipocresía la ha convertido en un don insoportable para mí. (Pausa.) Nadie llorará sobre mi cadáver: ni siquiera mis hermanos, pues ya me tratan en vida como si hubiera muerto. Quizá no me admitan en el cementerio judío ni en el cristiano, por haber sido un hereje para todos. Quizá me arrojen sobre algún muladar donde los cuervos me devoren. Tanto da. Mi cadáver no sentirá nada. Ahora debo romper las ataduras, partir hacia la orilla de lo desconocido, hacia el misterio absoluto, hacia la incógnita que se despejará con la eternidad o con la nada. El arcabuz está cargado. (Sale del escenario.) Malditos sean los culpables de mi desgracia para toda la eternidad. ¡Que sean, como yo, dignos mil veces de la muerte!

(Se oyen dos disparos de arcabuz. Cae el telón.)


Nota del autor: Este texto es un fragmento de la tragedia inédita Digno mil veces de la muerte, sobre la vida del heterodoxo judío Uriel da Costa. El fragmento seleccionado corresponde al final del segundo acto de la obra. Para ampliar información sobre la figura de Da Costa, recomiendo la lectura del magnífico artículo de José Ramón San Miguel Hevia, Uriel da Costa, el difunto hablador: