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jueves, 5 de abril de 2012

Náufragos inermes

***
Salimos a la calle,
siguiendo con el paso
la trama lineal de las ciudades,
cuadrícula severa
donde las rosas crecen vigiladas,
en el angosto marco de una celda.
Tornados en sonámbulos ausentes,
nos guiamos de puntos cardinales:
el trabajo, el consumo.
Los fieles de los dioses
vertían libaciones en altares,
rogándoles ayuda;
nosotros, los modernos,
vaciamos las almas de inquietudes
en la televisión y sus rumores.
Los fines de semana descendemos
a los hondos tugurios de la noche,
donde fuentes de luces ilusorias
y escándalo incesante nos aturden.
Allí, bailando solos
entre desconocidos, olvidamos
el milagro del verbo,
la comunicación de los amigos.
Huimos de la calma y el silencio,
de los únicos dones que revelan
el fondo de las cosas.

Los amos de la muerte
nos traducen a números bancarios.
Unas veces, anotan los ingresos
que reunimos con áspera fatiga;
otras veces, con manos inmutables,
anotan solo deudas angustiosas.
Erramos en la nítida mañana
con los ojos vendados;
como lobos enfermos,
nos eludimos unos a los otros
o nos damos hirientes mordeduras.
Esclavos de una sed ilimitada,
nos abatimos unos a los otros;
abriéndonos la frente,
rodamos hacia abajo
sobre las escaleras de la vida.
Carece de sentido lo que somos:
apenas unos náufragos inermes
en el hostil océano del mundo.


The National: Fake Empire.

lunes, 2 de abril de 2012

La suerte de Emma

***
Aunque reconozco la grandeza del cine, nunca he sentido una afición demasiado fuerte por él: años atrás, porque un absurdo prejuicio me llevó a pensar que se trataba de un arte inferior en comparación con otros, como la pintura, la música o el teatro (ahora comprendo que las artes no están llamadas a rivalizar entre sí, aspirando a la condición de un supuesto arte supremo que debería ser estimado por encima de los demás, sino a complementarse, estableciendo afinidades y conexiones); hoy en día, porque no dispongo de suficientes ratos libres para sentarme a ver una cinta con tranquilidad. Sin embargo, en mi memoria guardo una serie de películas vistas en diversos momentos de mi vida que me han marcado de una manera u otra. Unas pertenecen al ámbito del cine más o menos comercial; otras forman parte del cine independiente. Una de las que más me han impresionado y sobrecogido a lo largo de toda mi vida es un largometraje alemán titulado La suerte de Emma (en su versión original, Emmas Glück), que entré a ver de pura casualidad, sin saber ni siquiera el tema del que trataba, en una de las pocas salas de cine que se conservan en mi ciudad, donde se proyecta una mezcla de películas comerciales e independientes. Aunque lo vi hace casi cinco años, todavía recuerdo las líneas generales de su argumento. En un pueblo de Alemania, Max, socio de un concesionario de coches, descubre que padece un cáncer después de someterse a una prueba médica. En ese momento, con la intención de disfrutar del tiempo de vida que le quede, piensa en salir de Alemania y trasladarse a algún punto de la costa de México o del Caribe, donde planea terminar sus días en una suerte de retiro paradisiaco. Para llevar a cabo este plan, acude una noche al concesionario y hurta el dinero guardado allí, pero otro socio de la empresa lo descubre en el acto. En ese momento, se da a la fuga en su coche y el socio lo persigue con el suyo. En la persecución, Max entra en una carretera que atraviesa zonas rurales, conduciendo de forma temeraria y a gran velocidad. Al tomar una curva, levanta las manos del volante, como si quisiera suicidarse dejando que su coche se estrellara; acto seguido, el vehículo da una vuelta de campana y rueda entre malezas, hasta detenerse sobre un campo situado cerca de una granja, y Max queda inconsciente. Su socio, que lo había perdido de vista en la persecución, se bate en retirada sin descubrir su paradero. Cerca del campo donde el coche se ha detenido, vive Emma, una joven que se dedica a mantener una granja de cerdos. Ella descubre a Max dentro del coche, lo lleva a su casa y lo tumba sobre una cama. Allí recobrará la conciencia y permanecerá algunos días, mientras Emma le cura las heridas que sufrió en el accidente. Una vez restablecido, él abandona la casa, pero no mucho tiempo después ambos volverán a encontrarse.

Los médicos aseguran que el cáncer de Max ha llegado a su fase terminal y le quedan solo algunos meses de vida. Por ello, le recomiendan el ingreso en una clínica, pero él se niega a esperar la muerte en el ambiente lúgubre y desolador de una habitación de hospital, y decide mudarse a casa de Emma, para compartir con ella sus últimos días. Los dos bailarán en la fiesta del pueblo, una celebración parecida a la Oktoberfest bávara, y Max terminará borracho de cerveza. Sucede entonces una escena que me impresionó especialmente. Mientras Max toma conciencia de cómo se agrava su enfermedad y se acerca la hora de su muerte, Emma le cuenta el modo en que sacrifica a los cerdos de su granja: con un cuchillo de hoja larga, les abre en el cuello una incisión que los mata en el acto, causándoles el mínimo sufrimiento posible. Entonces, ambos conciben la idea de que Emma ponga fin a la vida de Max del mismo modo en que sacrifica a sus cerdos, llevando a cabo una extraña forma de eutanasia. Luego, Max le dice a Emma: Quiero un último baile con el amor antes de que la muerte venga a buscarme (o pronuncia una frase semejante, pues ya no la recuerdo con claridad) y de inmediato sus cuerpos se entrelazan en una de las escenas más eróticas de la película, donde subyace el conflicto entre Eros y Tánatos, entre el amor y la muerte. Al día siguiente, Emma pondrá fin a la vida de Max de la forma que ambos habían acordado: a la sombra de un árbol, él se tumba y ella le practica una incisión en el cuello; muere inmediatamente y ella le cierra los párpados. Posteriormente, Emma llama a una ambulancia, que se encarga de recoger el cuerpo de Max. La policía también acude al lugar, pero no encuentra ningún indicio de que Emma haya acabado con la vida de Max y llega a la conclusión de que él se ha suicidado por el cáncer terminal que sufría. Se celebran los funerales de Max y la película termina sin que se descubra lo verdaderamente ocurrido, que Emma guarda en secreto. Solo el gusto alemán por lo misterioso y lo macabro podría imaginar una historia semejante: es el mismo gusto al que responden los cuadros de Hans Baldung Grien, como La muerte y la doncella o Las tres edades y la muerte, que yo miraba con espanto, desde la infancia, en las páginas de un libro de arte que todavía guardo en mi casa. Esta película supuso para mí algo semejante a una fuerte llamada de atención, un brusco aldabonazo, cuando tenía diecisiete años. En aquel tiempo, creía en un catolicismo demasiado severo y riguroso, pues dos años antes, cuando tenía quince, habían llegado hasta mí por casualidad algunos devocionarios y manuales de doctrina cristiana, y me había propuesto seguir lo más fielmente posible sus enseñanzas. Bajo la influencia de estos libros, pensaba que debía mortificarme renunciando a toda clase de placeres, para ofrecer de ese modo sacrificios a Dios en mi vida cotidiana. Pero al salir del cine, en una tarde cálida de junio, me invadió la idea de que podría no haber nada tras la muerte y me pregunté si no estaba dilapidando el tiempo de mi vida en someterme a unos dogmas que podrían ser meras creaciones de los hombres, absolutamente falsas. Me recordé a mí mismo que aún tenía solo diecisiete años y gozaba de buena salud, por lo que me hallaba a tiempo de salir de mi engaño, y tomé la decisión de disfrutar más de la vida a partir de ese momento. Quede bien claro que no escribo estas evocaciones con ánimo de combatir las creencias de nadie, y menos aún con el de ofenderlas; me limito a registrar los movimientos interiores de mi espíritu, a describir las emociones e ideas que me asaltaron en un momento dado. No albergo más interés que el de sincerarme con quienes me lean y conmigo mismo. Aquella tarde, como diría Kant, comencé a despertar de mi sueño dogmático: el sueño de una fe mal entendida, que había generado en mí, durante varios años, el odio al placer y un malsano sentimiento de culpa.


Fragmento de La suerte de Emma.

domingo, 1 de abril de 2012

La amistad recobrada

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(A mi viejo amigo D.)
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La tarde del lunes de carnaval, me reencontré con D., un viejo amigo de la infancia, tras haber pasado casi diez años sin verlo. Bajo los grandes laureles de Indias del parque principal de la ciudad, mientras declinaba el sol de la tarde y danzaban las cotorras verdes en el aire, moviéndose de un árbol a otro, caminábamos dialogando, sumidos en uno de esos paseos filosóficos que me recuerdan a los que daban los pensadores de la Antigüedad, mientras debatían cuestiones de la más diversa índole, y que me agradan tanto. Durante la conversación, me relató el viaje que hizo en tren el verano pasado, con un amigo suyo, por algunas de las grandes capitales de Europa. Su estancia en Amsterdam le dejó fascinado; me describió con detalle la libertad de costumbres de los holandeses y las tiendas que venden ciertas drogas, como la marihuana y los hongos alucinógenos, con toda naturalidad, pues allí la ley no prohíbe su venta. Una noche, en esta ciudad, su amigo y él encontraron de manera casual a un insólito personaje de la calle, un siciliano que sabía hablar en cinco o seis idiomas y que les preguntó si andaban buscando alojamiento. Éste les condujo hasta una pensión escondida tras una lavandería que ya no funcionaba, y cuyo ambiente misterioso no tardó en inquietarles. Cuando D. y su amigo subieron a la habitación que les habían asignado, a través de unas empinadas escaleras, asaltaron sus mentes ideas lúgubres, como el miedo a que el recepcionista, un hindú de apariencia desmejorada, que llevaba un turbante azul en su cabeza, y el personaje que les había servido de guía les tendieran una emboscada para acabar con sus vidas; pero afortunadamente no les sucedió nada. En Berlín, no se llevó una impresión demasiado buena de los alemanes, a quienes califica, en general, de hoscos e irritables; en París, le asombró la monumentalidad de la torre Eiffel, pese a que su imagen sea tan conocida en todo el mundo; en Roma, llamaron su atención el genio amable y cordial de los italianos y la belleza de las mujeres. Por indolencia, nunca se le han dado los estudios; tiene la misma edad que yo, pero todavía está cursando segundo de bachillerato. Sin embargo, no por ello le aprecio menos que si fuera buen estudiante. Descollar en los estudios me parece una cualidad irrelevante a la hora de elegir amigos, pues la experiencia me ha demostrado que el hecho de que un amigo sea buen estudiante no garantiza en absoluto que también sea buena persona, aunque a menudo los padres, ingenuamente, piensen lo contrario. Yo le describí mi situación personal hoy en día: las dificultades y la monotonía de los estudios universitarios, la incertidumbre del futuro laboral, mi deseo de pasar una temporada en Londres cuando termine los estudios. Esa misma tarde, nos fuimos a tomar algo en un café y luego continuamos paseando hasta mi casa, ora evocando el pasado, ora dialogando sobre el presente y el futuro, ora cavilando sobre diversos temas. Aunque no ha leído libros de filosofía, muestra interés hacia temas filosóficos, como el estudio de la sociedad y la observación de la conducta humana.

Recuerdo ahora los últimos años de mi infancia y los primeros de mi adolescencia, cuando nos conocimos. Éramos alocados y felices. Él se había aficionado a capturar lagartos silvestres, que abundan en las zonas costeras de la isla, y criarlos en su casa; recuerdo que en una ocasión vino a mi casa con una especie de caja cerrada con una malla, donde criaba lagartijas, y en otra me enseñó una bolsa de larvas vivas, que había comprado para dar de comer a sus lagartos. También ahora me viene a la memoria una tarde en que visité la casa de su tío, un anciano pintor que hace años abandonó su oficio, debido a que la artritis de sus manos le impide usar los pinceles, con un asombro que he sentido en muy pocos lugares. Aquella casa se asemejaba a los antiguos gabinetes de curiosidades que los reyes albergaban en sus palacios. Se trataba de una vivienda antigua, en la que entramos después de cruzar un patio donde crecía una enorme mata de adelfas rosadas, que había alcanzado el tamaño de un árbol, y diversas plantas en maceta, como palmeras y helechos. Aquel patio me pareció el umbral de un mundo onírico, donde las leyes de la realidad cotidiana perdían su vigencia. En las habitaciones y pasillos de la casa, colgando de las paredes o descansando sobre mesas, estanterías y anaqueles, se acumulaban objetos de toda clase: cuadros, montañas de libros apilados sobre las mesas, viejas fotografías, monedas antiguas, diversas conchas (la más llamativa era una gran caracola, denominada bucio en las islas, que los pastores usaban como instrumento de llamada), huesos de animales, una calavera, un laúd fabricado con una concha de tortuga, un piano, y un sinnúmero de curiosidades que el olvido no me deja recordar. El tío de mi amigo, bienhumorado y cordial, nos iba guiando por aquel gabinete de curiosidades mientras nos refería la historia de cada objeto, que yo escuchaba con suma atención; como le agradó nuestra visita, probó a soplar a través de la caracola, que enseguida emitió un sonido grave y oscuro como el de una corneta, e incluso llegó a tocar para nosotros unas isas y folías al piano. Cada vez que nos encontrábamos, D. y yo nos divertíamos con juegos, bromas y travesuras propios de nuestra edad. El nacimiento de nuestra amistad coincidió con el periodo en que abandoné el colegio y comencé a estudiar en el instituto. Entonces yo padecía de una grave timidez y no me hallaba a gusto en el nuevo ambiente del instituto, donde no había encontrado compañeros afines a mí. En esa situación, D. se convirtió en mi único amigo, en la única persona ajena a mi familia que me inspiraba confianza, así que yo saboreaba con fruición los ratos que pasaba con él, pues eran los únicos momentos en que salía de mi soledad habitual. Como intereses comunes, nos unían la fascinación por la vida de los animales y una cierta curiosidad por la zoología. Ahora, después de casi diez años sin verlo, he desenterrado de los escombros del tiempo las brasas todavía humeantes de una amistad interrumpida, y he contemplado con asombro cómo se encienden de nuevo.


Jimi Hendrix y B.B. King: Slow Blues, nº 1.