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domingo, 1 de abril de 2012

La amistad recobrada

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(A mi viejo amigo D.)
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La tarde del lunes de carnaval, me reencontré con D., un viejo amigo de la infancia, tras haber pasado casi diez años sin verlo. Bajo los grandes laureles de Indias del parque principal de la ciudad, mientras declinaba el sol de la tarde y danzaban las cotorras verdes en el aire, moviéndose de un árbol a otro, caminábamos dialogando, sumidos en uno de esos paseos filosóficos que me recuerdan a los que daban los pensadores de la Antigüedad, mientras debatían cuestiones de la más diversa índole, y que me agradan tanto. Durante la conversación, me relató el viaje que hizo en tren el verano pasado, con un amigo suyo, por algunas de las grandes capitales de Europa. Su estancia en Amsterdam le dejó fascinado; me describió con detalle la libertad de costumbres de los holandeses y las tiendas que venden ciertas drogas, como la marihuana y los hongos alucinógenos, con toda naturalidad, pues allí la ley no prohíbe su venta. Una noche, en esta ciudad, su amigo y él encontraron de manera casual a un insólito personaje de la calle, un siciliano que sabía hablar en cinco o seis idiomas y que les preguntó si andaban buscando alojamiento. Éste les condujo hasta una pensión escondida tras una lavandería que ya no funcionaba, y cuyo ambiente misterioso no tardó en inquietarles. Cuando D. y su amigo subieron a la habitación que les habían asignado, a través de unas empinadas escaleras, asaltaron sus mentes ideas lúgubres, como el miedo a que el recepcionista, un hindú de apariencia desmejorada, que llevaba un turbante azul en su cabeza, y el personaje que les había servido de guía les tendieran una emboscada para acabar con sus vidas; pero afortunadamente no les sucedió nada. En Berlín, no se llevó una impresión demasiado buena de los alemanes, a quienes califica, en general, de hoscos e irritables; en París, le asombró la monumentalidad de la torre Eiffel, pese a que su imagen sea tan conocida en todo el mundo; en Roma, llamaron su atención el genio amable y cordial de los italianos y la belleza de las mujeres. Por indolencia, nunca se le han dado los estudios; tiene la misma edad que yo, pero todavía está cursando segundo de bachillerato. Sin embargo, no por ello le aprecio menos que si fuera buen estudiante. Descollar en los estudios me parece una cualidad irrelevante a la hora de elegir amigos, pues la experiencia me ha demostrado que el hecho de que un amigo sea buen estudiante no garantiza en absoluto que también sea buena persona, aunque a menudo los padres, ingenuamente, piensen lo contrario. Yo le describí mi situación personal hoy en día: las dificultades y la monotonía de los estudios universitarios, la incertidumbre del futuro laboral, mi deseo de pasar una temporada en Londres cuando termine los estudios. Esa misma tarde, nos fuimos a tomar algo en un café y luego continuamos paseando hasta mi casa, ora evocando el pasado, ora dialogando sobre el presente y el futuro, ora cavilando sobre diversos temas. Aunque no ha leído libros de filosofía, muestra interés hacia temas filosóficos, como el estudio de la sociedad y la observación de la conducta humana.

Recuerdo ahora los últimos años de mi infancia y los primeros de mi adolescencia, cuando nos conocimos. Éramos alocados y felices. Él se había aficionado a capturar lagartos silvestres, que abundan en las zonas costeras de la isla, y criarlos en su casa; recuerdo que en una ocasión vino a mi casa con una especie de caja cerrada con una malla, donde criaba lagartijas, y en otra me enseñó una bolsa de larvas vivas, que había comprado para dar de comer a sus lagartos. También ahora me viene a la memoria una tarde en que visité la casa de su tío, un anciano pintor que hace años abandonó su oficio, debido a que la artritis de sus manos le impide usar los pinceles, con un asombro que he sentido en muy pocos lugares. Aquella casa se asemejaba a los antiguos gabinetes de curiosidades que los reyes albergaban en sus palacios. Se trataba de una vivienda antigua, en la que entramos después de cruzar un patio donde crecía una enorme mata de adelfas rosadas, que había alcanzado el tamaño de un árbol, y diversas plantas en maceta, como palmeras y helechos. Aquel patio me pareció el umbral de un mundo onírico, donde las leyes de la realidad cotidiana perdían su vigencia. En las habitaciones y pasillos de la casa, colgando de las paredes o descansando sobre mesas, estanterías y anaqueles, se acumulaban objetos de toda clase: cuadros, montañas de libros apilados sobre las mesas, viejas fotografías, monedas antiguas, diversas conchas (la más llamativa era una gran caracola, denominada bucio en las islas, que los pastores usaban como instrumento de llamada), huesos de animales, una calavera, un laúd fabricado con una concha de tortuga, un piano, y un sinnúmero de curiosidades que el olvido no me deja recordar. El tío de mi amigo, bienhumorado y cordial, nos iba guiando por aquel gabinete de curiosidades mientras nos refería la historia de cada objeto, que yo escuchaba con suma atención; como le agradó nuestra visita, probó a soplar a través de la caracola, que enseguida emitió un sonido grave y oscuro como el de una corneta, e incluso llegó a tocar para nosotros unas isas y folías al piano. Cada vez que nos encontrábamos, D. y yo nos divertíamos con juegos, bromas y travesuras propios de nuestra edad. El nacimiento de nuestra amistad coincidió con el periodo en que abandoné el colegio y comencé a estudiar en el instituto. Entonces yo padecía de una grave timidez y no me hallaba a gusto en el nuevo ambiente del instituto, donde no había encontrado compañeros afines a mí. En esa situación, D. se convirtió en mi único amigo, en la única persona ajena a mi familia que me inspiraba confianza, así que yo saboreaba con fruición los ratos que pasaba con él, pues eran los únicos momentos en que salía de mi soledad habitual. Como intereses comunes, nos unían la fascinación por la vida de los animales y una cierta curiosidad por la zoología. Ahora, después de casi diez años sin verlo, he desenterrado de los escombros del tiempo las brasas todavía humeantes de una amistad interrumpida, y he contemplado con asombro cómo se encienden de nuevo.


Jimi Hendrix y B.B. King: Slow Blues, nº 1.

1 comentario:

Iván Cabrera dijo...

Quizá sea la amistad, por encima de cualquier otra, la relación "ideal" entre dos personas. Hermosa evocación. Creo conocer las sensaciones de las que hablas y que describes con tanta exactitud.