Vistas de página en total

jueves, 9 de junio de 2011

Hiperión (fragmento de una comedia en dos actos, II)

***
(Estamos al comienzo del segundo acto de la obra, que se desarrolla en el piso de Hiperión. Reina un ambiente de suciedad y desorden. Diversos objetos se acumulan sobre la mesa del salón; entre ellos, una selva de libros, papeles y útiles de escritura. Hiperión está sentado en la mesa, mesándose los cabellos. La expresión de su rostro, los movimientos de sus manos, la actitud general de su cuerpo revela una intensa inquietud y una angustia insondable. En el curso de este monólogo, su interioridad aflora libremente, desvelando cómo su anhelo de fundir poesía y vida en un todo indivisible ha chocado con la barbarie de la sociedad contemporánea, fundada sobre una cosmovisión economicista donde la naturaleza y el hombre quedan alienados, convirtiéndose en meros instrumentos cuya única finalidad es generar beneficios económicos.)

Hiperión.–Diótima… (Grita desesperado.) ¡Diótima! Tú, que habías jurado permanecer a mi lado siempre… te has ido como una ráfaga de viento, dejándome solo. ¡Maldita seas! ¡No! Me arrepiento de lo que he dicho. No puedo maldecirte, Diótima. Te sigo amando. Pero ya nada valgo para ti. (Solloza.) Has preferido a otro. Otro más rico, más feliz, más alegre, más afortunado que yo. Él puede ofrecerte lo que yo no poseo: una vida burguesa, cómoda, inmutable, sin variaciones, sin altibajos, sin vaivenes. Y tú, sin dudarlo siquiera un segundo, has aceptado la oferta y has corrido a sus brazos. No imaginaba que fueras así. Pero ya la farsa ha terminado. Ha caído el telón y te has quitado la máscara, revelándome quién eras en verdad. Sí, nuestra relación ha sido una farsa. Cuando reinaba la tranquilidad en esta casa, te divertías a mi lado, enredándote en una hermosa aventura con un poeta. Pero un día la vida nos enseñó sus fauces y enseguida saliste corriendo, pues ya la diversión se había mudado en incertidumbre y amargura. Te importaba más el dinero que ese tiemblo sagrado que me conmovía y aún me sigue conmoviendo: el mismo que sentía cuando irradiabas hacia mí tu vida. Ese tiemblo sagrado me suspendía dulcemente en el aire; me sostenía en una ingravidez arrobadora, en un estado de gracia que acaso no conoceré de nuevo. El flujo del tiempo se había detenido. Yo sólo necesitaba tu presencia. Refugiábamos nuestros deseos más íntimos en las estancias de la casa, a salvo de la intemperie. Pero llegaron las perturbaciones desde fuera, desde la misma intemperie de la que habíamos huido. La falta de dinero y el rechazo de los demás cayeron sobre nosotros como el granizo del invierno. Las gentes comenzaron a vernos como extraños. Nos dieron la espalda. Y nos quedamos solos, más frágiles que nunca. Entonces, en ese momento, alguien se fijó en tu belleza. Y te dio la ocasión de salir del círculo de sombras donde vivías conmigo. Te asiste a su mano tendida. Estalló la discordia en nuestros labios. Y me dejaste solo con las sombras. Ah… Sólo puedo vagar en torno a las mismas ideas, como un caminante desorientado que imagina avanzar cuando sólo da vueltas, como un náufrago que nada sin rumbo en el desierto del océano. Si me vieras aquí, desesperado, revolviéndome de angustia sobre una mesa desordenada, intentando en vano escribir algunas letras, no sé si sentirías conmiseración o palidecerías de espanto, descubriendo que me he convertido en la sombra de lo que fuera, y enseguida te alejarías de nuevo. No he podido pagar los alquileres de la casa. Estoy esperando una orden de desahucio, a punto de quedarme a la intemperie. Sin duda, en pocos días me veré en la calle. He caído en la mayor de las indigencias, no sólo en la del cuerpo, sino también en la del alma. Parece que el destino quisiera obligarme a descender a los infiernos de antemano, en esta vida… Diótima, bien mío, temo que ya ni siquiera te acuerdes de mí. Sospecho que me has olvidado ya del todo, que hasta los más leves recuerdos de mí se han desvanecido ya de tu memoria. Para ti debo de ser como los difuntos que yacen bajo esas lápidas que ha borrado la lluvia incesante de los siglos, esas lápidas que ya no recogen nombre alguno. Como las hojas caídas que navegan sobre el curso de los ríos. Como las nubes errantes que se confunden y separan entre sí, con velocidad asombrosa, y que el viento aleja más allá del horizonte. Nada más que eso, un difunto ignorado, una hoja caída, una nube errante, he sido yo para ti. (Sarcástico, sin disimular su resentimiento.) Ahora vivirás feliz y risueña con tu nuevo amante, en una casa de grandes salones desangelados y carísimos muebles de diseño, como los nuevos ricos. Pero, ¿qué digo, si no te enamoras de los hombres, sino de sus billeteras? Como una sanguijuela, te acercas a ellos para sorberles la sangre. (Ríe con sonoras carcajadas. Solloza amargamente. Da un puñetazo en la mesa, iracundo. Grita de nuevo, desesperado. Su estado de ánimo se ha convertido en un caos de pasiones enfrentadas.) ¡Ah! ¿Qué mal he cometido yo para merecer un castigo semejante? ¿Nacer? ¿Vivir? ¿Enamorarme? Jamás entenderé mi suerte. En las horas más desesperadas, como una oscura intuición, ronda mi cabeza la idea de que estoy condenado a un destino gris, habitual, semejante al que sufren millones de criaturas humanas en este mundo, mas no por su grisura menos trágico, ni menos doloroso. Es el mismo destino de los marginados, de los desposeídos, de los solitarios. En esos momentos, quisiera lanzar un solo grito, un grito de rabia que sacudiera el suelo, que dibujara astillas en las ventanas, que resonara en las nubes, que hiciera tambalearse las constelaciones. Pero el silencio del mundo ahoga mi voz. Soy un comediante que se mueve y habla para un teatro vacío, para la soledad indiferente de las gradas desiertas. ¿A quién le interesan mis desventuras? Haría bien si acompañara el silencio del mundo con el de mis labios. Haría bien abandonándome al sueño. Me dejaré caer sobre mi lecho. Bajo las sábanas yacerá la pesadez de mi cuerpo. Dormiré hasta el alba, hasta que la luz me llame de nuevo al sufrimiento. Que las alas del sueño cierren mis párpados y aneguen mi conciencia, como las pleamares esconden las arenas de las playas.

(Se hace el oscuro.)

No hay comentarios: