Retrato de Franz Joseph Haydn. Thomas Hardy (1792).
He rescatado algunas cintas magnetofónicas de un armario de mi casa, donde permanecían en el olvido, y he vuelto a escucharlas. Hace tres o cuatro años, me dediqué afanosamente a grabar música clásica de la radio en esas cintas, sobre todo música del barroco y el clasicismo. Entre otras músicas, grabé una serie de tríos de Haydn para violín, violonchelo y piano. Mi condición de melómano viene de algunos años atrás. Cuando tenía catorce o quince años, acudí a un concierto de música antigua en un convento de La Laguna, el de las Claras. Aquella noche, se interpretaron las Vísperas de la Beata Virgen, de Claudio Monteverdi. Recuerdo aquella noche como un deslumbramiento inesperado, como un ejercicio de admiración hacia el colorido y la fuerza expresiva de la música barroca. Todavía resuenan en mi mente las filigranas musicales que tejía un violinista, la belleza del coro, los graves acordes del órgano positivo. Desde entonces, comencé a interesarme cada vez más por la música clásica, ese universo prodigioso, que considero como la más elevada forma del arte, para mí superior incluso a la literatura. La música tiene el raro don de llegar sin embarazo al alma del oyente, logrando una identificación inmediata y plena de las emociones de aquél con el mensaje de la obra, lo que las demás artes consiguen, en la mayoría de los casos, con más o menos dificultades. Ésta es la causa de mi devoción hacia ella.
Aquellos tríos de Haydn, cuyas grabaciones conservo en ese armario, integran un mundo de suavísima delicadeza, animado por un lirismo sin igual, cuyos sonidos penetran en el corazón del oyente sensible hasta llevarlo al filo de una conmoción sublime. A lo largo y ancho de esos tríos, se descubren pasajes de alegría desbordante, adagios meditativos y melancólicos –siempre he pensado que Haydn es un maestro de los adagios– e incluso imitaciones de danzas populares. El genio dulce y poderoso de Haydn se manifiesta en ellos como una presencia luminosa. Y los melómanos debemos a ese genio muchas horas de gozo.
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He rescatado algunas cintas magnetofónicas de un armario de mi casa, donde permanecían en el olvido, y he vuelto a escucharlas. Hace tres o cuatro años, me dediqué afanosamente a grabar música clásica de la radio en esas cintas, sobre todo música del barroco y el clasicismo. Entre otras músicas, grabé una serie de tríos de Haydn para violín, violonchelo y piano. Mi condición de melómano viene de algunos años atrás. Cuando tenía catorce o quince años, acudí a un concierto de música antigua en un convento de La Laguna, el de las Claras. Aquella noche, se interpretaron las Vísperas de la Beata Virgen, de Claudio Monteverdi. Recuerdo aquella noche como un deslumbramiento inesperado, como un ejercicio de admiración hacia el colorido y la fuerza expresiva de la música barroca. Todavía resuenan en mi mente las filigranas musicales que tejía un violinista, la belleza del coro, los graves acordes del órgano positivo. Desde entonces, comencé a interesarme cada vez más por la música clásica, ese universo prodigioso, que considero como la más elevada forma del arte, para mí superior incluso a la literatura. La música tiene el raro don de llegar sin embarazo al alma del oyente, logrando una identificación inmediata y plena de las emociones de aquél con el mensaje de la obra, lo que las demás artes consiguen, en la mayoría de los casos, con más o menos dificultades. Ésta es la causa de mi devoción hacia ella.
Aquellos tríos de Haydn, cuyas grabaciones conservo en ese armario, integran un mundo de suavísima delicadeza, animado por un lirismo sin igual, cuyos sonidos penetran en el corazón del oyente sensible hasta llevarlo al filo de una conmoción sublime. A lo largo y ancho de esos tríos, se descubren pasajes de alegría desbordante, adagios meditativos y melancólicos –siempre he pensado que Haydn es un maestro de los adagios– e incluso imitaciones de danzas populares. El genio dulce y poderoso de Haydn se manifiesta en ellos como una presencia luminosa. Y los melómanos debemos a ese genio muchas horas de gozo.
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Franz Joseph Haydn: Trío en sol mayor Hoboken XV: 25. Tercer movimiento: Rondó a la húngara (Presto). Alfred Denis Cortot, piano. Jacques Thibaud, violín. Pau Casals, violonchelo.