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martes, 16 de febrero de 2010

Los tríos de Haydn

Retrato de Franz Joseph Haydn. Thomas Hardy (1792).

He rescatado algunas cintas magnetofónicas de un armario de mi casa, donde permanecían en el olvido, y he vuelto a escucharlas. Hace tres o cuatro años, me dediqué afanosamente a grabar música clásica de la radio en esas cintas, sobre todo música del barroco y el clasicismo. Entre otras músicas, grabé una serie de tríos de Haydn para violín, violonchelo y piano. Mi condición de melómano viene de algunos años atrás. Cuando tenía catorce o quince años, acudí a un concierto de música antigua en un convento de La Laguna, el de las Claras. Aquella noche, se interpretaron las Vísperas de la Beata Virgen, de Claudio Monteverdi. Recuerdo aquella noche como un deslumbramiento inesperado, como un ejercicio de admiración hacia el colorido y la fuerza expresiva de la música barroca. Todavía resuenan en mi mente las filigranas musicales que tejía un violinista, la belleza del coro, los graves acordes del órgano positivo. Desde entonces, comencé a interesarme cada vez más por la música clásica, ese universo prodigioso, que considero como la más elevada forma del arte, para mí superior incluso a la literatura. La música tiene el raro don de llegar sin embarazo al alma del oyente, logrando una identificación inmediata y plena de las emociones de aquél con el mensaje de la obra, lo que las demás artes consiguen, en la mayoría de los casos, con más o menos dificultades. Ésta es la causa de mi devoción hacia ella.

Aquellos tríos de Haydn, cuyas grabaciones conservo en ese armario, integran un mundo de suavísima delicadeza, animado por un lirismo sin igual, cuyos sonidos penetran en el corazón del oyente sensible hasta llevarlo al filo de una conmoción sublime. A lo largo y ancho de esos tríos, se descubren pasajes de alegría desbordante, adagios meditativos y melancólicos –siempre he pensado que Haydn es un maestro de los adagios– e incluso imitaciones de danzas populares. El genio dulce y poderoso de Haydn se manifiesta en ellos como una presencia luminosa. Y los melómanos debemos a ese genio muchas horas de gozo.
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Franz Joseph Haydn: Trío en sol mayor Hoboken XV: 25. Tercer movimiento: Rondó a la húngara (Presto). Alfred Denis Cortot, piano. Jacques Thibaud, violín. Pau Casals, violonchelo.

viernes, 12 de febrero de 2010

Anotaciones

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A medianoche, en la casa de unos vecinos, un gato se ha sentado en el alféizar de una ventana. El viento ulula sobre las azoteas de la ciudad, con un rumor incesante, agitándolo todo: los árboles de las calles, las sábanas colgadas en los tendederos, las hojas muertas y las colillas abandonadas en las aceras. Áspera, cae la llovizna. Sin embargo, el gato sigue apostado en el alféizar, inmóvil como una efigie, mostrando la esbeltez de su felina silueta. Quizás aguarda a sus dueños, que han salido y todavía no han regresado. Nada lo inquieta, ni la noche, ni el viento, ni la llovizna, ni la tormenta que las nubes anuncian. La ventana ha quedado abierta de par en par y las cortinas ondean con el viento. Ese gato –pienso mientras lo veo– es la imagen de la constancia en las dificultades.

* * *

En vez de menospreciarlas como realidades anodinas, debería esforzarme en hallar en todas las imágenes e impresiones de la vida cotidiana –un arbolillo recién plantado, una paloma fugaz que pasa volando sobre mi cabeza, unos niños que juegan en la arena del parque, un perrillo que olfatea la yerba, una adolescente, una anciana, un hombre solo– un fragmento de luz, un destello de hermosura, un misterio digno de ser contemplado con emoción.

* * *

Durante dos horas muertas, en la biblioteca universitaria, descubro un volumen de poesía de Juan Eduardo Cirlot. Se titula En la llama; como dice su contraportada, la llama es el lugar único de la verdadera poesía consumida por el fuego en el mismo instante de su nacimiento. Lo hojeo leyendo apresuradamente algunos poemas. Me sorprenden las alusiones religiosas, que abundan en una parte del libro: una conmovedora invocación a Dios, que en cierto modo recuerda al salmo De profundis, en la que el poeta lo llama desde la cárcel de la miseria humana, poemas a diversos santos, referencias al Apocalipsis, etc. Cirlot se vale de un consumado dominio de las formas clásicas –en concreto, del verso endecasílabo– y de una imaginación creadora de metáforas deslumbrantes, que no dejan indiferente al buen lector de poesía. De mi veloz lectura, concluyo que es un místico surrealista, un poeta que aúna la indagación en las zonas más profundas de la conciencia con la apertura a lo trascendente.