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lunes, 6 de diciembre de 2010

La enfermedad de la ópera

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El director de orquesta René Jacobs, en unas declaraciones a la prensa, afirma que el mundo de la ópera está enfermo. ¿Acaso la ópera, que algunos venerábamos como un refugio de la belleza artística en estado puro, está degenerando? ¿Cuál es la causa de esta degeneración, si de veras se está produciendo? Jacobs considera que los directores de escena contemporáneos se han convertido en las nuevas estrellas de la ópera, haciendo normas de sus caprichos y olvidando las necesidades de la partitura y el libreto por los motivos más baladíes. Y compara la situación de la actualidad con la que se vivía en la época de Rossini, cuando los cantantes famosos obligaban a los compositores a escribir sus obras pensando casi únicamente en su lucimiento vocal, y en la de Wagner, cuando los compositores decidían sobre casi todos los aspectos de la obra, incluidos la escenografía y el vestuario. Desde sus orígenes en el siglo XVII, la ópera ha sido el más claro ejemplo de obra de arte total, en la que se conjugan varias disciplinas artísticas con una finalidad común. En este sentido, la ópera (y, en consecuencia, todos los subgéneros dramáticos de la literatura) aventaja incluso al cine, dado que posee una cualidad de la que éste carece: la posibilidad de ser recreada, de ser creada de nuevo en cada ocasión. Cada función es única; cada interpretación de una misma obra le añade nuevos matices y significados; cada escenario, cada orquesta, cada cantante se diferencia en algo de los demás. En cambio, una película será siempre la misma en todas las ocasiones en que se proyecte, aunque los espectadores puedan hallarle diversos significados en cada ocasión. En la ópera, la obra de arte es recreada tanto desde el punto de vista objetivo como desde el subjetivo, tanto en su realización mediante el trabajo de los artistas como en las mentes de los espectadores; en el cine, sólo es recreada desde el segundo punto de vista, en las mentes de los espectadores. Las artes plásticas han influido notablemente en el desarrollo de la ópera, a través de la creación de decorados y vestuarios. Sin embargo, no podemos olvidar el papel decisivo que juegan la partitura y el libreto. En esa unión indisoluble de partitura y libreto, de sonido musical y signo lingüístico, residen los cimientos de la ópera, sin los que no podría hablarse de ésta. Y saltar con alegre descuido sobre las necesidades de la partitura y el libreto es una cabriola demasiado audaz, de la que en su mayoría los directores de escena salen malparados.

Por otro lado, no podemos olvidar la importancia que ha adquirido la vanidad personal en nuestro tiempo, un mal que inficiona todos los ámbitos de la sociedad y al que el mundo de la cultura no se sustrae. Hasta no hace demasiado tiempo, en el mundo operístico los directores de escena trabajaban en una zona de cierta penumbra, vigilando entre bastidores la buena marcha de la función y cediendo el protagonismo a los cantantes y a la orquesta. Sin embargo, la vanidad ha terminado perdiendo a muchos, de manera que ahora no les basta con ofrecer al público una escenografía y un vestuario de calidad, sino que ansían imprimir su sello personal a toda costa en los montajes teatrales donde intervienen, buscando la fascinación o el escándalo del público (o ambas cosas a la vez). Nada más legítimo que la voluntad de innovación en los aspectos visuales de la ópera (escenografía y vestuario), que en todo caso reflejan los gustos del director de escena, dado que dependen de su decisión personal. Sin embargo, cuando la voluntad de innovación se desvirtúa, buscando la originalidad aun a costa de caer en la estupidez o en el ridículo, o se convierte en una mera excusa para las demostraciones de vanidad, como sucede a menudo en nuestros días, la mediocridad sale a escena con sus mejores galas y sin el mínimo reparo se nos presentan ideas descabelladas, banales o insulsas como auténticas genialidades. Éstos son los síntomas de la enfermedad que aqueja a la ópera en nuestros días. Y tenemos un caso reciente de este mal en la función de Los maestros cantores de Nuremberg, la famosa ópera de Wagner, que se celebró en el Festival de Bayreuth de este año. En ella, Katharina Wagner, bisnieta del compositor, ejerció de directora de escena, transformando la obra de su bisabuelo en una burda mascarada. Así, los maestros cantores aparecían en calzoncillos y tocados con latas a modo de sombreros, y entre los figurantes se incluían varios personajes que representaban a los grandes hombres de la cultura germana (entre los que se hallaba el propio Wagner) como cabezudos que además llevaban enormes falos. Cabría preguntarse hasta qué punto son de recibo en una ópera wagneriana (y en cualquier ópera) estas humoradas tan fáciles como banales, que parecen idóneas para cualquier comedia barata de nuestros días. Una vez caído el telón, cuando la bisnieta saludó al público, éste le regaló un sonoro abucheo. Si su bisabuelo regresara al mundo de los vivos, seguramente no cabría en sí de indignación y espanto.

lunes, 25 de octubre de 2010

En la playa desierta

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En la playa desierta,
andábamos cogidos de la mano.
Las nubes, pensamientos de blancura,
surcaban el azul de la mañana,
flotando, como sábanas ligeras,
en los dedos del viento.
Nuestros pies dibujaban
un sendero de huellas en la franja
donde las olas rompen en la arena,
dejando leves marcas de su espuma.
Mientras ambos seguíamos andando,
las olas, como lenguas agitadas,
iban desvaneciendo nuestras huellas.
Y sólo nuestros pasos conocían
el sendero del virgen alborozo.

Las aguas del océano, gentiles,
fueron amorteciendo la marea,
hasta quedarse en calma.
Entonces nos bañamos
en el seno materno de las aguas,
del que salimos puros, irradiando
salada luz y cristalina gracia.

martes, 21 de septiembre de 2010

La alondra (notas sobre un poema de Shelley)


En Emilio, su famoso tratado de pedagogía, Rousseau desarrolló la teoría de la bondad natural del hombre, según la cual éste, cuando vive en la naturaleza, permanece en un estado de inocencia que luego pierde cuando se incorpora a la sociedad. Por otro lado, en su obra autobiográfica Las ensoñaciones del paseante solitario dio una especial importancia al contacto con la naturaleza, mediante el que el filósofo entraba en un estado contemplativo que le permitía olvidarse de sí mismo y sentirse unido al paisaje que lo rodeaba. La concepción rousseauniana de la naturaleza influyó hondamente sobre los primeros escritores románticos; así, pueden rastrearse sus huellas en la obra poética de Shelley y en la de otros románticos como Hölderlin, Schiller o Keats. En este sentido, el primero y el segundo dedican sendos poemas en homenaje al pensador francés, mientras que en el tercero la influencia rousseauniana se deja sentir en el protagonismo que concede a la observación directa de la naturaleza en su poesía.

Por un lado, en sintonía con el pensamiento de Rousseau, la sociedad adquiere connotaciones negativas en la obra poética de Shelley, presentándose como un espacio de sometimiento y opresión. Así se percibe en sus poemas de contenido político, como Inglaterra en 1819, en el que enumera los males de su país y llama a sus conciudadanos a la revolución. Por otro, el yo lírico se libera en la naturaleza de todas las circunstancias que lo abruman –la melancolía, el tedio, el desánimo causado por una sociedad autoritaria y cerrada, en la que no han penetrado los ideales de la revolución francesa, la conciencia de la marginalidad social del poeta– y trasciende a un reino puro y luminoso, donde puede sentirse libre y recuperar la unidad con el resto de los seres. Sin embargo, el poeta sigue sufriendo la escisión entre sociedad y naturaleza, que se halla en la base de la literatura romántica, y, aunque a menudo oculta este sufrimiento, a veces no puede evitar que en sus poemas se trasluzca o se manifieste abiertamente con sombrías tonalidades. Así pues, el aura trágica de la poesía de Shelley nace de una doble imposibilidad: la de llevar a cabo el sueño de la utopía, instaurando en la sociedad los ideales revolucionarios, y la de llevar a cabo el sueño de la unidad, superando la escisión entre sociedad y naturaleza, dos mundos que hablan diferentes idiomas y que parecen condenados a no entenderse. Esta cosmovisión se advierte en el poema A una alondra, donde el autor saluda a esta ave llamándola espíritu dichoso y la convierte en símbolo de un gozo sin medida, superior a todos los demás. Dirigiéndose a ella, la interroga acerca del origen de su alegría:

¿Qué motivos nutren la fuente
de tu caudal siempre dichoso?
¿Qué campos, montes u oleajes?
¿Qué sesgos de llanura o cielo?
¿Qué amor de tu linaje, qué ausencia de dolor?

Pero el origen de esta alegría es desconocido, y podría decirse que numinoso. El poema nos sugiere que acaso proviene de una energía vital que anima el universo, semejante al éter de la poesía de Hölderlin. En la poesía de Hölderlin, el éter aparece como la sustancia creadora que infunde vida a todos los seres, de acuerdo con el panteísmo del poeta alemán. Así, por ejemplo, en su oda El hombre el ser humano surge de la unión del éter y la tierra, y no por casualidad en su oda Al éter se refiere a los pájaros como los favoritos del Éter, coincidiendo en cierto sentido con la visión de Shelley. Por otro lado, la alondra se convierte en imagen de la creación artística del romanticismo, ya que vierte su música, como dice el poema, en numerosos cantos de un arte incontrolable. En este verso, Shelley se refiere a la fuerza interior, de origen desconocido, que mueve al poeta en el momento de la escritura, y a la vez pone de manifiesto la naturaleza de la poesía romántica, que ha quebrado las cadenas del racionalismo ilustrado y en la que ya sólo domina el impulso arrollador de las emociones. El poeta, nacido en la sociedad humana, se siente lejos todavía de la unidad con el mundo natural, pero desea integrarse en él a través de la mediación del canto de la alondra, que le ayudará a comprender la belleza del universo. Así, se confiesa arrobado por su canto, y le ruega con insistencia que le desvele el significado de sus sonidos:

Enséñanos tú, Duende o Pájaro,
qué gratos pensamientos guardas,
pues jamás conseguí escuchar
alabanza de amor o vino
que exhalase un diluvio de éxtasis tan sagrado.


[…]

Enséñame al menos un poco
del gozo que hay en tu interior,
pues si tal locura armoniosa
fluyese de mi boca, el mundo
tendría que escucharme como te escucho ahora.


La alondra permanece sumida en un éxtasis sagrado, como el de las ménades, quienes según el mito lo recibían de Dionisos. Si el autor llegara a conocer ese secreto, quedaría poseído por la energía vital que irradia la alondra, y su poesía se convertiría en una locura armoniosa, es decir, un canto de absoluta pureza y espontaneidad, que manaría de su espíritu como una fuerza de la naturaleza. De este modo, el ideal al que aspira la creación artística del romanticismo se realizaría plenamente.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

El paseo

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Manzano en Cervantes, Lugo.


(Evocación de un viaje reciente)

Hacia el final de la tarde, mi padre y yo salimos de la aldea para dar un paseo. A los dos lados de la carretera, los árboles se yerguen esplendorosos, como vivientes homenajes a la belleza de la tierra. Voy caminando con la vista fija en los álamos, de troncos delgados como astiles de navíos y frondas de papel de seda, que se mueven con el más ligero indicio de viento; y en los robles, de troncos gruesos y frondas que suben hasta las copas formando coronas de hojas. Pero los que más amo son los viejos castaños, los de ramas sinuosas como los meandros de un arroyo, troncos surcados de estrías de la anchura de un dedo, tan gruesos que se necesitarían varias personas para abrazarlos, y raíces onduladas como cabellos que se hundieran en las profundidades de la tierra. Venerables, sagrados para mí como dioses terrenos, ofrecen cobijo a las inquietas dríades del bosque. Muchos rebasan el siglo de edad. De sus ramas ya cuelgan los erizos de los que saldrán en otoño, uno o dos meses después, las castañas. Por el anverso de sus hojas, el último sol de la tarde reverbera con destellos de fuego; por el envés, se trasluce y las enciende como si del verde manara una luz interior.

Andamos en sentido paralelo al cauce del Navia. En el fondo del valle, el río fluye oscuro bajo la espesa bóveda de álamos que le da sombra; en algunos tramos, donde la enramada se abre para dejar paso a la luz, el agua reluce como si gotas de sol hubieran caído y flotaran en su superficie. De vez en cuando, nos encontramos algún manzano aislado, rebosante de manzanas verdes. Le pregunto a mi padre cuándo madurarán las manzanas; me responde que en invierno, hacia el mes de diciembre. Luego, me señala un trozo de tierra donde mi familia ha plantado varias hileras de nogales. Jovencísimos aún, enseñan sus delgados troncos, de gris blanquecino, y sus hojas incipientes, de verde claro. Pero cada uno, en su juventud, encierra una promesa de árbol adulto, de madera robusta, de verde intenso, de nueces abundantes, de ramas a las que subirán los pájaros a hacer sus nidos. Un poco más allá de los nogales, damos la vuelta. Mientras regresamos a la aldea, desde las cunetas nos saludan las rubias manchas de avena salvaje; los helechos, que tejen densas alfombras en el sotobosque; las dedaleras, con sus delicados racimos de flores cárdenas; los brotes de roble, que emergen del suelo con una vitalidad furiosa, como si quisieran adueñarse de la carretera en el futuro, levantando el asfalto con sus raíces y convirtiéndola en un sendero de monte.

jueves, 12 de agosto de 2010

El ciervo

***
Castaños en Cervantes, Lugo.
***
Bajo los grandes álamos, un ciervo
camina hacia las márgenes del río.
Apenas hace ruido. Sólo algunas
hojas caídas crujen débilmente.
El sol, naranja abierta del ocaso,
acaricia su lomo. Bebe el ciervo
la undosa cabellera de las aguas.
Y yo, mientras lo miro, deslumbrado,
estoy bebiendo a sorbos el olvido,
quedándome vacío de tinieblas,
llenándome de fúlgida inocencia.

jueves, 17 de junio de 2010

El centro del origen

*** Eucalipto en La Laguna, Tenerife

Mientras camino solo,
saboreo los hondos
silencios de los valles
y la melancolía nebulosa
de los montes bañados en la bruma.
Surgidos de sus cuevas,
oigo lejanos ecos
de todas las edades anteriores.

En el sosiego intuyo
la fuerza misteriosa que se vela
detrás de innumerables apariencias
y es un todo indiviso.
Las ramas de los gruesos eucaliptos,
que el viento zarandea,
las manchas de colores derramadas
sobre lienzos de hierba
–codesos, amapolas y violetas–,
las aguas que desbordan los barrancos,
todos los elementos
forman una inconsútil armonía,
sin quiebras ni fisuras.

Y yo, que me sentía desgarrado,
lejos de tal belleza,
ahora vuelvo, silenciosamente,
a la unidad sagrada,
al centro del origen.

sábado, 15 de mayo de 2010

Epitafio ideal de Hölderlin

***
Tumba de Friedrich Hölderlin, situada en el cementerio de Tubinga.

Hacia la tierra vino como un ángel
incandescente y puro,
que descendiera al suelo,
rozándolo un instante,
y luego se elevara,
perdiéndose en el aire de la noche.
La celeste locura
convulsionó su espíritu florido.
Como lo permanente
lo fundan los poetas,
atesoró en sus versos
una belleza inagotable, pura.

domingo, 2 de mayo de 2010

Notas

***
Domingo por la tarde. Llueve y a la vez asoman ráfagas de sol entre las nubes. La ciudad ha quedado envuelta en velos de agua luminosa. Las pesadas siluetas de los edificios se difuminan por obra y gracia de la luz y el agua. Las gotas de lluvia cuelgan de las hojas de los árboles y los hilos del tranvía, enjoyándolos con rosarios de líquidos diamantes. Bajo la lluvia, todas las cosas se recrean, cobrando una apariencia diferente, revelando a mis ojos dimensiones de sí mismas que hasta ahora ignoraba.

* * *

Desde la universidad, en la tarde nublada, miré las montañas verdes, húmedas, cubiertas de yerba germinada con las recientes lluvias. Las nubes y el sol dibujaban en sus agudas crestas un hermoso juego de luces y sombras. Una oleada de paz, como un bálsamo fresco, serenó mi corazón atribulado. Por unos breves momentos, comulgué con el espíritu de la vida. Un soplo de brisa me infundió una alegría prístina, insondable, inmaculada, la misma que surge del fondo de la naturaleza como una música espontánea.

* * *

Desde algún punto de La Laguna, observo una vista general de Santa Cruz. Algunas avenidas bordeadas de viejos y grandes laureles de Indias, a cuya sombra suelo dar paseos, apaciblemente distraído. La torre de la iglesia de la Concepción, como una dama blanca y negra. El auditorio de Calatrava, a lo lejos, como un sueño blanco. El trasiego de barcos y contenedores del puerto. El resto, una masa de repulsivos edificios de pisos. El mar es una planicie de agua, sobre la que me gustaría caminar descalzo. Los montes de Anaga aparecen envueltos en la bruma, como otro mundo, tan cerca y tan lejos de la ciudad, creado por las manos de un dios para las ensoñaciones de los paseantes solitarios. Una fortaleza de roca que guarda un bosque sagrado, donde las dríades, celosamente ocultas a las miradas de los hombres, asoman sus cabezas entre las ramas cubiertas de musgo de los tilos; donde los faunos juegan al escondite en los brezales; donde se escuchan las voces de las sílfides, que surgen de los cauces de los barrancos y ascienden hasta las cumbres más altas. Cuánto quisiera, en este momento, adentrarme en esos montes; tenderme en un claro de bosque, rodeado de las delicadísimas flores que allí despuntan; tener a los canarios silvestres como sola compañía.

* * *

Leo, a ratos, las Lecciones sobre la estética de Hegel. Acercarse a esta obra del idealismo alemán es como adentrarse en una catedral inmensa, en la que uno admira la belleza y la coherencia del conjunto y a la vez se detiene en saborear los detalles con los ojos. Con vocación de formar un grandioso sistema filosófico, estas lecciones analizan la evolución de las artes desde la Antigüedad hasta los comienzos del siglo diecinueve, momento en que las concibió Hegel. Pese a su densidad y a la paciencia que demanda su lectura, siempre regalan al lector un pasaje afortunado, una reflexión certera, una frase aguda que deja en la mente una impresión agradable y compensa el esfuerzo que su lectura conlleva. Por ejemplo, en el capítulo dedicado al arte clásico, Hegel diserta sobre la calma jovial, es decir, la sensación de serenidad y alegría que transmiten las esculturas griegas; en el dedicado al arte que denomina romántico, es decir, el de inspiración cristiana, hace alusión a los pilluelos de los cuadros de Murillo y las madonas de Rafael; enumera las características de las representaciones de la Pasión de Cristo... Y en todo momento su pensamiento resuena con la misma profundidad, ya que recibe su energía del espíritu, de la inmortal idea de lo bello, que se manifiesta como una bocanada de brisa fresca en el reino de las artes.

domingo, 4 de abril de 2010

Resurrección de Cristo

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Resurrección. El Greco. Óleo sobre lienzo. Museo del Prado.
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Entreabres los párpados cerrados,
cuando la aurora dice,
con sílabas de sol, tu nombre santo,
y emerges, con alegre fortaleza,
de la mudez umbrosa de la tumba.
Triunfas de la noche de la muerte,
ungido del aceite de la vida.
Las alondras acuden a tus manos.
Los asfódelos nacen
del suelo donde pisas.

La sangre derramada,
los clavos lacerantes,
el áspero madero son ahora,
cuando te veo diáfano y tangible,
pasado que los aires desvanecen.
Ante el vivo milagro
de tu renacimiento,
mi fe también emerge de las sombras,
subiendo a las alturas
de un júbilo radiante de pureza,
un júbilo infinito.
Mi corazón, sumido en tu misterio,
rebosa de un anhelo transparente.

Con un ligero soplo de tus labios,
regalas al sediento
los frescos manantiales de la gracia.
Tu carne me asevera que la muerte
no consume del todo nuestra llama;
que la voz de la aurora,
igual que te llamó, serenamente,
nos salvará del fondo de las tumbas,
del sueño de los párpados cerrados.
***

Johann Sebastian Bach. Coro: Et resurrexit (Misa en si menor, BWV 232). Coro y orquesta Bach de Munich, dirigidos por Karl Richter.

domingo, 7 de marzo de 2010

Poemas en el blog “Las afinidades electivas”

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El poeta Agustín Calvo Galán ha tenido a bien publicar unos versos de mi autoría en su blog Las afinidades electivas. Vaya desde aquí mi más sincero agradecimiento. Para leer los poemas, véase el siguiente enlace:
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lunes, 1 de marzo de 2010

Estudio

***Tumba de Frédéric Chopin, situada en el cementerio parisino del Père–Lachaise.

(Homenaje a Chopin)

Fuerza y delicadeza,
virtudes desacordes,
se funden en las aguas
del río de una música indecible.
El deseo florece
sobre los pentagramas, derramando
su blanco aroma de azucena leve.
Ahora, en el silencio de un teatro,
en medio de un concierto,
rememoro las veces que he sentido
la pasión luminosa
que las manos de un músico, veloces,
dibujan desde un piano.

Si esta música, al menos un segundo,
conmoviese la tierra dulcemente,
los ciegos a la viva luz del arte,
los sordos a su canto de sirena
temblarían de gozos insondables.
Las oquedades negras de sus almas
quedarían abiertas,
como viejas murallas derrumbadas,
al diáfano milagro del sonido.
Así la humanidad, sin darse cuenta,
iría despertándose del sueño
que duerme, bajo sábanas de sombras,
en la fría yacija de la noche.
Y luego, deslumbrada,
vería los destellos de la aurora.

Frédéric Chopin: Estudio en la bemol mayor, Opus 25, nº 1. Arthur Rubinstein, piano.

Nota del autor: Teniendo en cuenta que hoy, uno de marzo, se conmemora el bicentenario del nacimiento de Frédéric Chopin, publico este poema, escrito hace ya tiempo.

martes, 16 de febrero de 2010

Los tríos de Haydn

Retrato de Franz Joseph Haydn. Thomas Hardy (1792).

He rescatado algunas cintas magnetofónicas de un armario de mi casa, donde permanecían en el olvido, y he vuelto a escucharlas. Hace tres o cuatro años, me dediqué afanosamente a grabar música clásica de la radio en esas cintas, sobre todo música del barroco y el clasicismo. Entre otras músicas, grabé una serie de tríos de Haydn para violín, violonchelo y piano. Mi condición de melómano viene de algunos años atrás. Cuando tenía catorce o quince años, acudí a un concierto de música antigua en un convento de La Laguna, el de las Claras. Aquella noche, se interpretaron las Vísperas de la Beata Virgen, de Claudio Monteverdi. Recuerdo aquella noche como un deslumbramiento inesperado, como un ejercicio de admiración hacia el colorido y la fuerza expresiva de la música barroca. Todavía resuenan en mi mente las filigranas musicales que tejía un violinista, la belleza del coro, los graves acordes del órgano positivo. Desde entonces, comencé a interesarme cada vez más por la música clásica, ese universo prodigioso, que considero como la más elevada forma del arte, para mí superior incluso a la literatura. La música tiene el raro don de llegar sin embarazo al alma del oyente, logrando una identificación inmediata y plena de las emociones de aquél con el mensaje de la obra, lo que las demás artes consiguen, en la mayoría de los casos, con más o menos dificultades. Ésta es la causa de mi devoción hacia ella.

Aquellos tríos de Haydn, cuyas grabaciones conservo en ese armario, integran un mundo de suavísima delicadeza, animado por un lirismo sin igual, cuyos sonidos penetran en el corazón del oyente sensible hasta llevarlo al filo de una conmoción sublime. A lo largo y ancho de esos tríos, se descubren pasajes de alegría desbordante, adagios meditativos y melancólicos –siempre he pensado que Haydn es un maestro de los adagios– e incluso imitaciones de danzas populares. El genio dulce y poderoso de Haydn se manifiesta en ellos como una presencia luminosa. Y los melómanos debemos a ese genio muchas horas de gozo.
***

Franz Joseph Haydn: Trío en sol mayor Hoboken XV: 25. Tercer movimiento: Rondó a la húngara (Presto). Alfred Denis Cortot, piano. Jacques Thibaud, violín. Pau Casals, violonchelo.

viernes, 12 de febrero de 2010

Anotaciones

* * *
A medianoche, en la casa de unos vecinos, un gato se ha sentado en el alféizar de una ventana. El viento ulula sobre las azoteas de la ciudad, con un rumor incesante, agitándolo todo: los árboles de las calles, las sábanas colgadas en los tendederos, las hojas muertas y las colillas abandonadas en las aceras. Áspera, cae la llovizna. Sin embargo, el gato sigue apostado en el alféizar, inmóvil como una efigie, mostrando la esbeltez de su felina silueta. Quizás aguarda a sus dueños, que han salido y todavía no han regresado. Nada lo inquieta, ni la noche, ni el viento, ni la llovizna, ni la tormenta que las nubes anuncian. La ventana ha quedado abierta de par en par y las cortinas ondean con el viento. Ese gato –pienso mientras lo veo– es la imagen de la constancia en las dificultades.

* * *

En vez de menospreciarlas como realidades anodinas, debería esforzarme en hallar en todas las imágenes e impresiones de la vida cotidiana –un arbolillo recién plantado, una paloma fugaz que pasa volando sobre mi cabeza, unos niños que juegan en la arena del parque, un perrillo que olfatea la yerba, una adolescente, una anciana, un hombre solo– un fragmento de luz, un destello de hermosura, un misterio digno de ser contemplado con emoción.

* * *

Durante dos horas muertas, en la biblioteca universitaria, descubro un volumen de poesía de Juan Eduardo Cirlot. Se titula En la llama; como dice su contraportada, la llama es el lugar único de la verdadera poesía consumida por el fuego en el mismo instante de su nacimiento. Lo hojeo leyendo apresuradamente algunos poemas. Me sorprenden las alusiones religiosas, que abundan en una parte del libro: una conmovedora invocación a Dios, que en cierto modo recuerda al salmo De profundis, en la que el poeta lo llama desde la cárcel de la miseria humana, poemas a diversos santos, referencias al Apocalipsis, etc. Cirlot se vale de un consumado dominio de las formas clásicas –en concreto, del verso endecasílabo– y de una imaginación creadora de metáforas deslumbrantes, que no dejan indiferente al buen lector de poesía. De mi veloz lectura, concluyo que es un místico surrealista, un poeta que aúna la indagación en las zonas más profundas de la conciencia con la apertura a lo trascendente.

sábado, 23 de enero de 2010

Los mirlos de la madrugada

* * *
Sobre las cinco de la madrugada,
oigo cantar a los ocultos mirlos,
pájaros negros en la noche negra.
En el silencio de la duermevela,
oigo su música lejana
como si proviniera de mi sueño,
como si me llamara desde el fondo
de mi propia conciencia.
Una malla de voces cristalinas
tiende sus hilos blancos en el aire,
hilos que se entrelazan dibujando
un espacio de luces en la noche.
Ignoro dónde cantan esos mirlos,
si en los oscuros árboles de un parque
o en las desangeladas azoteas
de la ciudad. Sus cantos
iluminan mis noches hasta el alba;
avivan mis anhelos de belleza
incluso en el abismo de las sombras.