La iglesia está clausurada. Hace muchos años, la arrasó un incendio. Sin embargo, desde una ventana abierta en sus muros, puede verse todo su interior. Me asomo para verlo. Esa ventana es la débil frontera que separa dos mundos aislados entre sí: la calle, vaivén de gentes, voces y ruidos, y la iglesia, meditación y sueño de ruinas.
Pese al incendio, el espacio conserva un aire sagrado. La iglesia ha quedado reducida a un bosquejo de formas esenciales. Columnas, arcos, muros. Páginas de un libro sagrado que mordieron las llamas. Signos incompletos. En el ábside, al fondo, vestigios de madera de un retablo emergen de los muros todavía.
Muy cerca de lo que fuera la entrada, sosteniendo un arco elíptico, dos columnas salomónicas se yerguen, mostrando sus barrocas torsiones, olvidando la ruina de la iglesia. La piedra es firme, tenaz, rebelde. Su dureza aún resiste el paso de los siglos. Sé que el fuego devasta, mas también purifica. Devasta y purifica al mismo tiempo. Me viene a la memoria la zarza transformada en hoguera que vio Moisés en el desierto; la columna de fuego que de noche guiaba a los judíos hacia la tierra de promisión; el carro de fuego de Elías. Mas, ¿qué ha purificado el fuego en esta iglesia? Yo diría que sólo ha devastado, imprimiendo en estos muros sus huellas de ceniza.
Grandes arcos de medio punto desnudos, que antaño sostenían la techumbre, ahora se yerguen como orantes manos, enlazadas para formar una plegaria con su gesto. Ruegan misericordia para sus viejas y gastadas piedras, que azota la intemperie. Las sombras de esos arcos se trasladan, según las horas van pasando, como la sombra de un reloj de sol fantasmagórico y enorme. Pero las ruinas siguen escondiendo una desolación aterradora, el abandono, la desidia, lo que no mira nadie. Me sobrecoge la melancolía del tiempo, las injurias del paso de los años, que me recuerdan la fugacidad de las cosas.
La iglesia carece de techo. Ahora, su techumbre es el cielo; una techumbre infinita, leve, azul como la pura trascendencia, como la eternidad incognoscible. Los muros derruidos, pese a los estragos de la ruina, oran en su mudez; elevan una plegaria silenciosa, un salmo vacío de palabras, hacia la techumbre infinita.
Grandes tuneras de encarnados frutos, dos jóvenes palmeras, varios arbustos, ásperas ortigas habitan el espacio de las naves. Ahora, en el estío, la yerba se ha secado, pero en los meses del invierno, cuando las lluvias abundantes fecunden la tierra, crecerán albas manzanillas, amapolas y alhelíes de sangre, delicadas violetas, numerosas y breves margaritas. Entonces, la iglesia devendrá constelación de flores silvestres, jardín cerrado, huerto de María.
(Ruinas de la iglesia de san Agustín, situadas junto al Instituto Cabrera Pinto, en La Laguna)