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domingo, 27 de septiembre de 2009

Bonanza de septiembre


Océano en bonanza,
sesteas, dulcemente,
bajo el sol de la tarde,
sobre la media luna de la playa.
Unos niños erigen,
entre voces y risas,
castillos en la arena.
Una bañista, sola y deslumbrante,
se lava en tus orillas,
acariciada por un hondo viento
y una luz atenuada por las nubes.

Cerca de unos escollos,
reposan unas barcas, amarradas.
Y, sobre el horizonte,
la diáfana silueta de un velero
se pierde en la borrosa lontananza.
Una gaviota sube
los dominios del aire,
pero, luego, desciende
y casi roza el agua, volandera.

Océano en bonanza,
eres la suave gloria de septiembre.

sábado, 26 de septiembre de 2009

El órgano

Una mañana de sábado, en La Orotava, los ecos del órgano salen de las puertas de la iglesia de la Concepción y se esparcen por el aire de la plaza, donde las grandes palmeras abren sus penachos en la tibieza de la mañana y las hortensias nacen como globos rosas, violetas, azules y nevados. Atraído por esos ecos, entro en la iglesia. Es un recinto umbroso, calmo, dilatado. Como si fuera un viajero, asombrado, vago entre grandes columnas corintias y retablos del siglo dieciocho. Entro en una pequeña habitación, donde hay una pila bautismal de mármol blanco, una imagen del niño Jesús con un cordero a sus pies y una vidriera que representa el bautismo de Jesús. Sigo caminando bajo las naves de la iglesia y me detengo ante el púlpito de mármol de Carrara, sostenido por un ángel que hace de cariátide, un ángel de mirada y postura serenas. Me siento en un banco. Desenterrando los vestigios de mi fe maltrecha, intento rezar y apenas digo tres oraciones. La iglesia se ha quedado vacía. Antes de salir a la calle, me dirijo en alta voz al organista: “Toque algo de Bach, maese organista”. De súbito, me invade el ansia de escuchar la armonía de las esferas en la música del genio alemán.

Y debió de escucharme, ya que, unos minutos después, cuando vuelvo a la iglesia, está sonando un coral de Bach. La música, como un agua bautismal y purificadora, inunda el aire de las bóvedas. Los motivos sonoros se van reiterando como los arcos y las columnas. Las notas forman arabescos luminosos que parecen elevarse hacia Dios. Y, por unos momentos, el órgano ilumina la iglesia con la luz de un mundo desconocido, un mundo que descansa más allá de la muerte. Es una luz inmaterial, invisible, pero no menos cierta y fulgurante que la luz solar que atraviesa las vidrieras de la iglesia en esta mañana. Es una luz interior, cuya presencia me conmueve. Esta luz se trasvasa, por el órgano, desde ese mundo hacia éste, y se filtra en mi alma por mis oídos, que la están escuchando ahora. El órgano tiende un aéreo puente de sonidos entre dos mundos, entre dos orillas. Por unos momentos, en esta orilla se respira una paz inmensa, que refleja la paz infinita de la otra. Mi alma, sacudida por las resonancias del órgano, despierta del hondo sueño que estaba durmiendo. Y los vestigios de mi fe maltrecha resurgen de las sombras de mis dudas.

martes, 22 de septiembre de 2009

Una sonata de Muzio Clementi

Sonata Opus 24, número dos, en mi bemol mayor, de Muzio Clementi.


I. Allegro con brio.

II. Andante.

III. Rondó, Allegro assai.

Escucho una sonata para piano de Clementi. La verdad es que me resulta deliciosa. Quizá las sonatas de Clementi no hayan alcanzado la fama de las de Mozart y Haydn, pero no son, en modo alguno, desdeñables. El movimiento inicial, un allegro, es una melodía resuelta y decidida; enérgica, pero no violenta; profundamente clásica, en suma, pues una de las virtudes de las obras de arte clásicas es la unión de fuerza y elegancia.

El andante central es un milagro de sutileza y donaire musicales. Surge un espacio de infinito sosiego, donde los sonidos fluyen despacio. Una barca flota a la deriva sobre un océano en calma absoluta, dejando una leve estela en las aguas y en la memoria.

Una poderosa vitalidad y una alegría desbordante, unidas a fugaces pasajes de gran delicadeza, animan el rondó final. Éste parece casi una invitación al goce de la vida, una llamada a mirar con ojos limpios un día nuevo, un día que en su seno contuviera un tesoro formado de sol puro, azul celeste, pájaros volanderos, rocío, hojas frescas, árboles estallantes de gracia, aromas florales dispersos en los aires, hondas vibraciones de campos, mar y cielo.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

La iglesia de san Agustín


La iglesia está clausurada. Hace muchos años, la arrasó un incendio. Sin embargo, desde una ventana abierta en sus muros, puede verse todo su interior. Me asomo para verlo. Esa ventana es la débil frontera que separa dos mundos aislados entre sí: la calle, vaivén de gentes, voces y ruidos, y la iglesia, meditación y sueño de ruinas.

Pese al incendio, el espacio conserva un aire sagrado. La iglesia ha quedado reducida a un bosquejo de formas esenciales. Columnas, arcos, muros. Páginas de un libro sagrado que mordieron las llamas. Signos incompletos. En el ábside, al fondo, vestigios de madera de un retablo emergen de los muros todavía.

Muy cerca de lo que fuera la entrada, sosteniendo un arco elíptico, dos columnas salomónicas se yerguen, mostrando sus barrocas torsiones, olvidando la ruina de la iglesia. La piedra es firme, tenaz, rebelde. Su dureza aún resiste el paso de los siglos. Sé que el fuego devasta, mas también purifica. Devasta y purifica al mismo tiempo. Me viene a la memoria la zarza transformada en hoguera que vio Moisés en el desierto; la columna de fuego que de noche guiaba a los judíos hacia la tierra de promisión; el carro de fuego de Elías. Mas, ¿qué ha purificado el fuego en esta iglesia? Yo diría que sólo ha devastado, imprimiendo en estos muros sus huellas de ceniza.

Grandes arcos de medio punto desnudos, que antaño sostenían la techumbre, ahora se yerguen como orantes manos, enlazadas para formar una plegaria con su gesto. Ruegan misericordia para sus viejas y gastadas piedras, que azota la intemperie. Las sombras de esos arcos se trasladan, según las horas van pasando, como la sombra de un reloj de sol fantasmagórico y enorme. Pero las ruinas siguen escondiendo una desolación aterradora, el abandono, la desidia, lo que no mira nadie. Me sobrecoge la melancolía del tiempo, las injurias del paso de los años, que me recuerdan la fugacidad de las cosas.

La iglesia carece de techo. Ahora, su techumbre es el cielo; una techumbre infinita, leve, azul como la pura trascendencia, como la eternidad incognoscible. Los muros derruidos, pese a los estragos de la ruina, oran en su mudez; elevan una plegaria silenciosa, un salmo vacío de palabras, hacia la techumbre infinita.

Grandes tuneras de encarnados frutos, dos jóvenes palmeras, varios arbustos, ásperas ortigas habitan el espacio de las naves. Ahora, en el estío, la yerba se ha secado, pero en los meses del invierno, cuando las lluvias abundantes fecunden la tierra, crecerán albas manzanillas, amapolas y alhelíes de sangre, delicadas violetas, numerosas y breves margaritas. Entonces, la iglesia devendrá constelación de flores silvestres, jardín cerrado, huerto de María.

(Ruinas de la iglesia de san Agustín, situadas junto al Instituto Cabrera Pinto, en La Laguna)

martes, 8 de septiembre de 2009

Matinal


En medio de una senda,
sentí la voz sonora de unos dragos.
Sentí su dulce savia,
una abundante sangre
que fluye, rumorosa,
en la madera de sus troncos.
La suave luz de la mañana fresca
llenaba de hermosura
la mar, el aire, el monte. Y se me daban
a conocer, manando
de aquella soledad acogedora,
insondables arcanos de la vida.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Treno por las víctimas de Hiroshima

Treno por las víctimas de Hiroshima, de Krysztof Penderecki. Orquesta Sinfónica de la Radio Nacional de Polonia, dirigida por el propio Penderecki.

Ahora que se han cumplido, recientemente, setenta años de la invasión de Polonia por los soldados alemanes, el hecho que inició la Segunda Guerra Mundial, a uno le viene a la memoria el “Treno por las víctimas de Hiroshima”, obra del compositor polaco Krysztof Penderecki, escrita para cincuenta y dos instrumentos de cuerda. Pese a su condición de obra instrumental, es un verdadero treno, un canto fúnebre, una lamentación elegiaca, como las lamentaciones de Jeremías sobre la Jerusalén destruida. Durante los casi diez minutos que dura esta obra, que puede durar un poco más o menos según las versiones, uno escucha el vértigo de la desesperación, la ruina, la muerte. Sirenas y voces angustiosas atraviesan un aire oscuro. La imaginación se figura el humo del bombardeo, cargado de radiaciones, los incendios, las calles desiertas, los cadáveres fríos y silentes, las manos caídas, los ojos abiertos que ya no verán el sol de nuevo, el imperio terrible de la desolación absoluta. Casas, tiendas, bancos e iglesias devastados, reducidos a polvo en efímeros segundos. Las disonancias turban el ánimo, que se siente zarandeado por un río de sonidos ubicuos, extraños, abrumadores. En algunos momentos, los músicos arañan rabiosamente las cuerdas de sus violines, superponiendo sonidos agudos, desgarradores gemidos cuya intensidad amortiguan los escombros. En otros momentos, los sonidos graves sugieren el paso de los aviones.

Los oyentes más sensibles se sienten nerviosos al escuchar esta música; se imaginan caminando por el escenario del bombardeo; quisieran levantarse de los asientos que ocupan en la sala de conciertos y correr, desesperados, hacia donde la furia de los sonidos no los torturase. Los menos sensibles también se sienten nerviosos, pero la música les resulta enojosa, como el ruido de un taladro que estuviese horadando un muro, y se esfuerzan en abstraerse de la sala de conciertos. Mas, para todos los oyentes, los casi diez minutos se convierten en una eternidad, una eternidad vacía de sentido, semejante al infierno. Y todos nos hacemos las eternas preguntas: ¿por qué somos así?; ¿de qué manantiales oscuros nace la crueldad?; ¿por qué, a menudo, somos tan indiferentes al horror? Entonces, estremecidos, advertimos que, a lo largo de la historia, la mayoría de las patrias y banderas han sido coartadas de asesinos, artificios minuciosamente elaborados para la justificación de todos los horrores. Y al fin, cuando el treno cesa y los cincuenta y dos instrumentos guardan silencio, entendemos la necesidad de escuchar esta música, aunque su lamento nos duela, como un antídoto para el veneno de la inconsciencia, como un purgatorio sonoro de nuestras sombras internas.